メキシコの知識階級:孤独の迷路07
Octavio Paz, 1950. El Laberinto de la soledad
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Octavio Paz, 1950. El Laberinto de la soledad. 第7章
いわゆる「他者」なるものは存在しない。すなわち、 これは理性的な信仰であり、人間の理性の有する、癒しがたい信念である。あたかも、すべてのものが遂に は必然的、且つ絶対的に「全一同一」であらねばならないかのように、同一性即現実性という等式が成り立つ。しかし、「他者」なるものは消滅することを拒 む。それは存続し、持続する。それは、理性では歯が立 たない堅い骨であるアベル・マルティン(Abel Martín, 1840-1898)は、理性的な信仰に劣らず人間味のある、詩的な信仰によって「他者」なるものを信じ、「存在のもつ本質的な異質性」を信じ、そして、 自己の存在がつねにその害を被る「他者性」とも呼ばるべき救いがたいものの存在を信じた。——アントニオ・マチャド(Antonio Machado, 1875-1939)(パス (Octavio Paz)「孤独の迷路(EL LABIRINTO DE LA SOLEDAD)」のエピグラムより)
1 |
パチェーコ、ならびにその他の極端 |
2 |
メキシコ人の仮面 |
3 |
万霊祭 |
4 |
マリンチェの末裔 |
5 |
征服と植民地 |
6 |
独立から革命へ |
7 |
メキシコの知識階級 |
8 |
現代 |
9 |
孤独の弁証法 |
** |
追記 |
10 |
オリンピックとトラテロルコ |
11 |
発展およびその他の幻想 |
12 |
ピラミッド批判 |
LA "INTELIGENCIA" MEXICANA
INCURRIRÍA
en una grosera simplificación quien afirmase que la cultura mexicana es
un reflejo de los cambios históricos operados por el movimiento
revolucionario. Más exacto será decir que esos cambios, tanto como la
cultura mexicana, expresan de alguna manera las tentativas y
tendencias, a veces contradictorias, de la nación —esto es, de esa
parte de México que ha asumido la responsabilidad y el goce de la
mexicanidad—. En ese sentido sí se puede decir que la historia de
nuestra cultura no es muy diversa a la de nuestro pueblo, aunque esta
relación no sea siempre estricta. Y no es estricta ni fatal porque
muchas veces la cultura se adelanta a la historia y la pro-fetiza. O
deja de expresarla y la traiciona, según se observa en ciertos momentos
de la dictadura de Díaz. Por otra parte, la poesía, en virtud de su
misma naturaleza y de la naturaleza de su instrumento, las palabras,
tiende siempre a la abolición de la historia, no porque la desdeñe sino
porque la trasciende. Reducir la poesía a sus significados históricos
sería tanto como reducir las palabras del poeta a sus connotaciones
lógicas o gramaticales. La poesía se escapa de historia y lenguaje
aunque ambos sean su necesario alimento. Lo mismo puede decirse, con
las naturales salvedades, de la pintura, la música, la novela, el
teatro y el resto de las artes. Pero las páginas que siguen no tienen
por tema las obras de creación sino que se limitan a describir ciertas
actitudes de la "inteligencia" mexicana, es decir, de ese sector que ha
hecho del pensamiento crítico su actividad vital. Su obra, por lo
demás, no está tanto en libros y escritos como en su influencia pública
y en su acción política. |
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Si
la Revolución fue una brusca y mortal inmersión en nosotros mismos, en
nuestra raíz y origen, nada ni nadie encarna mejor este fértil y
desesperado afán quejóse Vasconcelos, el fundador de la educación
moderna en México. Su obra, breve pero fecunda, aún está viva en lo
esencial. Su empresa, al mismo tiempo que prolonga la tarea iniciada
por Justo Sierra —extender la educación elemental y perfeccionar la
enseñanza superior y universitaria— pretende fundar la educación sobre
ciertos principios implícitos en nuestra tradición y que el positivismo
había olvidado o ignorado. Vasconcelos pensaba que la Revolución iba a
redescubrir el sentido de nuestra historia, buscado vanamente por
Sierra. La nueva educación se fundaría en "la sangre, la lengua y el
pueblo". |
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El
movimiento educativo poseía un carácter orgánico. No es la obra aislada
de un hombre extraordinario —aunque Vasconcelos lo sea, y en varias
medidas—. Fruto de la Revolución, se nutre de ella; y al realizarse,
realiza lo mejor y más secreto del movimiento revolucionario. En la
tarea colaboraron poetas, pintores, prosistas, maestros, arquitectos,
músicos. Toda, o casi toda, la "inteligencia" mexicana. Fue una obra
social, pero que exigía la presencia de un espíritu capaz de encenderse
y de encender a los demás. Filósofo y hombre de acción, Vasconcelos
poseía esa unidad de visión que imprime coherencia a los proyectos
dispersos, y que si a veces olvida los detalles también impide perderse
en ellos. Su obra —sujeta a numerosas, necesarias y no siempre felices
co-rrecciones— no fue la del técnico, sino la del fundador. |
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Vasconcelos concibe la enseñanza como viva participación. Por una parte se fundan escuelas, se editan silabarios y clásicos, se crean institutos y se envían misiones culturales a los rincones más apartados; por la otra, la "inteligencia" se inclina hacia el pueblo, lo descubre y lo convierte en su elemento superior. Emergen las artes po-pulares, olvidadas durante siglos; en las escuelas y en los salones vuelven a cantarse las viejas canciones; se bailan las danzas regionales, con sus movimientos puros y tímidos, hechos de vuelo y estatismo, de reserva y fuego. Nace la pintura mexicana contemporánea. Una parte de nuestra literatura vuelve los ojos hacia el pasado colonial; otra hacia el indígena. Los más valientes se encaran al presente: surge la novela de la Revolución. México, perdido en la simulación de la dictadura, de pronto es descubierto por ojos atónitos y enamorados: "Hijos pródigos de una patria que ni siquiera sabemos definir, empezamos a observarla. Castellana y morisca, rayado de azteca." | 4 |
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Miembro de la generación del Ateneo, partícipe de la batalla contra el positivismo, Vasconcelos sabía que toda educación entraña una imagen del mundo y reclama un programa de vida. De ahí sus esfuerzos para fundar la escuela mexicana en algo más concreto que el texto del artículo tercero constitucional, que preveía la enseñanza laica. El laicismo nunca había sido neutral. Su pretendida indiferencia ante las cuestiones últimas era un artificio que a nadie engañaba. Y Vasconcelos, que no era católico ni jacobino, tampoco era neutral. Así, quiso fundar nuestra enseñanza sobre la tradición, del mismo modo que la Revolución se empeñaba en crear una nueva economía en torno al ejido. Fundar la escuela sobre la tradición significaba formular explícitamente los impulsos revolucionarios que hasta ese momento se expresaban como instinto y balbuceo. Nuestra tradición, si de verdad estaba viva y no era una forma yerta, iba a redescubrirnos una tradición universal, en la que la nuestra se insertaba, prolongaba y justificaba. | 5 |
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Toda
vuelta a la tradición lleva a reconocer que somos parte de la tradición
universal de España, la única que podemos aceptar y continuar los
hispanoamericanos. Hay dos Españas: la cerrada al mundo, y la España
abierta, la heterodoxa, que rompe su cárcel por respirar el aire libre
del espíritu. Esta última es la nuestra. La otra, la castiza y
medieval, ni nos dio el ser ni nos descubrió, y toda nuestra historia,
como parte de la de los españoles, ha sido lucha contra ella. Ahora
bien, la tradición universal de España en América consiste, sobre todo,
en concebir el continente como una unidad superior, según se ha visto.
Por lo tanto, volver a la tradición española no tiene otro sentido que
volver a la unidad de Hispanoamérica. La filosofía de la raza cósmica
(esto es, del nuevo hombre americano que disolverá todas las
oposiciones raciales y el gran conflicto entre Oriente y Occidente) no
era sino la natural consecuencia y el fruto extremo del universalismo
español, hijo del Renacimiento. Las ideas de Vasconcelos no tenían
parentesco con el casticismo y tradicionalismo de los conservadores
mexicanos, pues para él, como para los fundadores de Améri-ca, el
continente se presentaba como futuro y novedad: "la América española es
lo nuevo por excelencia, novedad no sólo de territorio, también de
alma". El tradicionalismo de Vasconcelos no se apoyaba en el pasado: se
justificaba en el futuro. |
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La
filosofía iberoamericana de Vasconcelos constituía la primer tentativa
para resolver un conflicto latente desde que se inició la Revolución.
Estallido del instinto, ansia de comunión, revelación de nuestro ser,
el movimiento revolucionario fue búsqueda y hallazgo de nuestra
fi-liación, rota por el liberalismo. Mas esa tradición redescubierta no
bastaba para alimentar nuestra voracidad de país vuelto a nacer, porque
no contenía elementos universales que nos sirviesen para construir una
nueva sociedad, ya que era imposible volver al catolicismo o al
liberalismo, las dos grandes corrientes universales que habían modelado
nuestra cultura. Al mismo tiempo, la Re-volución no podía justificarse
a sí misma porque apenas si tenía ideas. No quedaban, pues, sino la
autofagia o la invención de un nuevo sistema. Vasconcelos resuelve la
cuestión al ofrecer su filosofía de la raza iberoamericana. El lema del
positivismo, "Amor, Orden y Progreso", fue sustituido por el orgulloso
"Por mi Raza Hablará el Espíritu". |
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Por
desgracia, la filosofía de Vasconcelos es ante todo una obra personal,
al contrario de lo que acontecía con liberales y positivistas, que
continuaban vastas corrientes ideológicas. La obra de Vasconcelos posee
la coherencia poética de los grandes sistemas filosóficos, pero no su
rigor; es un monumento aislado, que no ha originado una escuela ni un
movimiento. Y como ha dicho Malraux, "los mitos no acuden a la
complicidad de nuestra razón, sino a la de nuestros instintos". No es
difícil encontrar en el sistema vasconceliano fragmentos todavía vivos,
porciones fecundas, iluminaciones, anticipos, pero no el fundamento de
nuestro ser, ni el de nuestra cultura. |
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Durante
la época en que dirige al país Lázaro Cárdenas, la Revolución tiende a
realizarse con mayor amplitud y profundidad. Las reformas planeadas por
los regímenes anteriores al fin se llevan a cabo. La obra de Cárdenas
consuma la de Zapata y Carranza. La necesidad de dar al pueblo algo más
que el laicismo liberal, produce la reforma del artículo tercero de la
Constitución: "La educación que imparta el Estado será socialista...
combatirá el fanatismo y los prejuicios, creando en la juventud un
concepto racional y exacto del Universo y de la vida social." Para los
mismos marxistas el texto del nuevo artículo tercero era defectuoso:
¿cómo implantar una educación socialista en un país cuya Constitución
consagraba la propiedad privada y en donde la clase obrera no poseía la
dirección de los negocios públicos? Arma de lucha, la educación
socialista creó muchas enemistades inútiles al régimen y suscitó las
fáciles críticas de los conservadores. Asimismo, se mostró impotente
para superar las carencias de la Revolución mexicana. Si las
revoluciones no se hacen con palabras, las ideas no se implantan con
decretos. La filosofía implícita en el texto del ar-tículo tercero no
invitaba a la participación creadora, ni fundaba las bases de la
nación, como lo había hecho en su momento el catolicismo colonial. La
educación socialista era una trampa en la que sólo cayeron sus
inventores, con regocijo de todos los reaccionarios. El conflicto entre
la universalidad de nuestra tradición y la imposibilidad de volver a
las formas en que se había expresado ese universalismo no podía ser
resuelta con la adopción de una filosofía que no era, ni podía ser, la
del Estado mexicano. |
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El
mismo conflicto desgarra las formas políticas y económicas creadas por
la Revolución. En todos los aspectos de la vida mexicana se encuentra,
al mismo tiempo que una conciencia muy viva de la autenticidad y
originalidad de nuestra Revolución, un afán de totalidad y coherencia
que ésta no nos ofrece. El calpulli era una institución económica,
social, política y religiosa que floreció naturalmente en el centro de
la vida precortesiana. Durante el período colonial logra convivir con
otras formas de propiedad gracias a la naturaleza del mundo fundado por
los españoles, orden universal que admitía diversas concepciones de la
propiedad, tanto como cobijaba una pluralidad de razas, castas y
clases. Pero ¿cómo integrar la propiedad comunal de la tierra en el
seno de una sociedad que inicia su etapa capitalista y que de pronto se
ve lanzada al mundo de las contiendas imperialistas? El problema era el
mismo que se planteaba a escritores y artistas: encontrar una solución
orgánica, total, que no sacrificara las particularidades de nuestro ser
a la universalidad del sistema, como había ocurrido con el liberalismo,
y que tampoco redujera nuestra participación a la actitud pasiva,
estática del creyente o del imitador. Por primera vez al mexicano se le
plantean vida e historia como algo que hay que inventar de pies a
cabeza. En la imposibilidad de hacerlo, nuestra cultura y nuestra
política social han vacilado entre diversos extremos. Incapaces de
realizar una síntesis, hemos terminado por aceptar una serie de
compromisos, tanto en la esfera de la educación como en la de los
problemas sociales. Estos compromisos nos han permitido defender lo ya
conquistado, pero sería peligroso considerarlos definitivos. El texto
actual del artículo tercero refleja esta situación. La enmienda
constitucional ha sido benéfica pero, por encima de cualquier
consideración técnica, siguen sin contestar ciertas preguntas: ¿cuál es
el sentido de la tradición mexicana y cuál es su valor actual? ¿cuál es
el programa de vida que ofrecen nuestras escuelas a los jóvenes? Las
respuestas a estas preguntas no pueden ser la obra de un hombre. Si no
las hemos contestado es porque la historia misma no ha resuelto ese
conflicto. |
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UNA
VEZ cerrado el período militar de la Revolución, muchos jóvenes
intelectuales —que no habían tenido la edad o la posibilidad de
participar en la lucha armada— empezaron a colaborar con los gobiernos
revolucionarios. El intelectual se convirtió en el consejero, secreto o
público, del general analfabeto, del líder campesino o sindical, del
caudillo en el poder. La tarea era inmensa y había que improvisarlo
todo. Los poetas estudiaron economía, los juristas sociología, los
novelistas derecho internacional, pedagogía o agronomía. Con la
excepción de los pintores —a los que se protegió de la mejor manera
posible: entregándoles los muros públicos— el resto de la
"inteligencia" fue utilizada para fines concretos e inmediatos;
proyectos de leyes, planes de gobierno, misiones confidenciales, tareas
educativas, fundación de escuelas y bancos de refacción agraria, etc.
La diplomacia, el comercio exterior, la administración pública abrieron
sus puertas a una "inteligencia" que venía de la clase media. Pronto
surgió un grupo numeroso de técnicos y ex-pertos, gracias a las nuevas
escuelas profesionales y a los viajes de estudio al extranjero. Su
participación en la gestión gubernamental ha hecho posible la
continuidad de la obra iniciada por los primeros revolucionarios. Ellos
han defendido, en multitud de ocasiones, la herencia re-volucionaria.
Pero nada más difícil que su situación. Preocupados por no ceder sus
posiciones —desde las materiales hasta las ideológicas— han hecho del
compromiso un arte y una forma de vida. Su obra ha sido, en muchos
aspectos, admirable; al mismo tiempo, han perdido independencia y su
crítica resulta diluida, a fuerza de prudencia o de maquiavelismo. La
"inteligencia" mexicana, en su conjunto, no ha podido o no ha sabido
utilizar las armas propias del intelectual: la crítica, el exa-men, el
juicio. El resultado ha sido que el espíritu cortesano —producto
natural, por lo visto, de toda revolución que se transforma en
gobierno— ha invadido casi toda la esfera de la actividad pública.
Además, como ocurre siempre con toda burocracia, se ha extendido la
moral cerrada de secta y el culto mágico al "secreto de Estado". No se
discuten los asuntos públicos: se cuchichean. No debe olvidarse, sin
embargo, que en muchos casos la colaboración se ha pagado con
verdaderos sacrificios. El demonio de la eficacia —y no el de la
ambición—, el deseo de servir y de cumplir con una tarea colectiva, y
hasta cierto sentido ascético de la moral ciudadana, entendida como
negación del yo, muy propio del intelectual, ha llevado a algunos a la
pérdida más dolorosa: la de la obra personal. Este drama no se plantea
siquiera para el intelectual europeo. Ahora bien, en Europa y los
Estados Unidos el intelectual ha sido desplazado del poder, vive en
exilio y su influencia se ejerce fuera del ámbito del Estado. Su misión
principal es la crítica; en México, la acción política. El mundo de la
política es, por naturaleza, el de los valores relativos: el único
valor absoluto es la eficacia. La "inteligencia" mexicana no sólo ha
servido al país: lo ha defendido. Ha sido honrada y eficaz, pero ¿no ha
dejado de ser "inteligencia", es decir, no ha renunciado a ser la
conciencia crítica de su pueblo? |
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Las
oscilaciones de la Revolución, la presión internacional que no dejó de
hacerse sentir apenas se iniciaron las reformas sociales, la demagogia
que pronto se convirtió en una enfermedad permanente de nuestro sistema
político, la corrupción de los dirigentes, que crecía a medida que era
más notoria la imposibilidad de realizarnos en formas democráticas a la
manera liberal, produjeron escepticismo en el pueblo y desconfianza
entre los intelectuales. La "inteligencia" mexicana, unida en una
empresa común, también tiene sus heterodoxos y solitarios, sus críticos
y sus doctrinarios. Algunos han cesado de colaborar y han fundado
grupos y partidos de oposición, como Manuel Gómez Morín, ayer autor de
las leyes hacendarías revolucionarias y hoy jefe de Acción Nacional, el
partido de la derecha. Otros, como Jesús Silva Herzog, han mostrado que
la eficacia técnica no está reñida con la independencia espiritual; su
revista Cuadernos Americanos ha agrupado a todos los escritores
independientes de Hispanoamérica. Vicente Lombardo Toledano, Narciso
Bassols y otros se convirtieron al marxismo, única filosofía que les
parecía conciliar las particularidades de la historia de México con la
universalidad de la Revolución. La obra de estos hombres debe juzgarse
sobre todo en el campo de la política social. Por desgracia, desde hace
muchos años su actividad se ha viciado por la docilidad con que han
seguido, aun en sus peores momentos, la línea política estalinista. |
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Al
mismo tiempo que una parte de la "inteligencia" se inclinaba hacia el
marxismo —casi siempre en su forma oficial y burocrática—, buscando así
romper su soledad al insertarse en el movimiento obrero mundial, otros
hombres iniciaban una tarea de revisión y crítica. La Revolución
mexicana había descubierto el rostro de México. Samuel Ramos interroga
esos rasgos, arranca máscaras e inicia un examen de mexicano. Se dice
que El perfil del hombre y la cultura en México, primera tentativa
seria por conocernos, padece diversas limitaciones: el mexicano que
describen sus páginas es un tipo aislado y los instrumentos de que el
filósofo se vale para penetrar la realidad —la teoría del
resentimiento, más como ha sido expuesta por Adler que por Scheler—
reducen acaso la significación de sus conclusiones. Pero ese libro
continúa siendo el único punto de partida que tenemos para conocernos.
No sólo la mayor parte de sus observaciones son todavía válidas, sino
que la idea central que lo inspira sigue siendo verdadera: el mexicano
es un ser que cuando se expresa se oculta; sus palabras y gestos son
casi siempre máscaras. Utilizando un método distinto al empleado en ese
estudio, Ramos nos ha dado una descripción muy penetrante de ese
conjunto de actitudes que hacen de cada uno de nosotros un ser cerrado
e inaccesible. |
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Mientras
Samuel Ramos descubre el sentido de algunos de nuestros gestos más
característicos —exploración que habría que completar con un
psicoanálisis de nuestros mitos y creencias y un examen de nuestra vida
erótica— Jorge Cuesta se preocupa por indagar el sentido de nuestra
tradición. Sus ideas, dispersas en artículos de crítica estética y
política, poseen coherencia y unidad a pesar de que su autor jamás tuvo
ocasión de reunirías en un libro. Lo mismo si trata del clasicismo de
la poesía mexicana que de la influencia de Francia en nuestra cultura,
de la pintura mural que de la poesía de López Velarde, Cuesta cuida de
reiterar este pensamiento: México es un país que se ha hecho a sí mismo
y que, por lo tanto, carece de pasado. Mejor dicho, México se ha hecho
contra su pasado, contra dos localismos, dos inercias y dos
casticismos: el indio y el español. La verdadera tradición de México no
continúa sino niega la colonial pues es una libre elección de ciertos
valores universales: los del racionalismo francés. Nuestro
"francesismo" no es accidental, ni es fruto de una mera circunstancia
histórica. En la cultura francesa, que también es libre elección, el
mexicano se descubre como vocación universal. Los modelos de nuestra
poesía, como los que inspiran nuestros sistemas políticos, son
universales e indiferentes a tiempo, espacio y color local: implican
una idea del hombre y tienden a realizarla sacrificando nuestras
particularidades nacionales. Constituyen un Rigor y una Forma. Así,
nuestra poesía no es romántica o nacional sino cuando desfallece o se
traiciona. Otro tanto ocurre con el resto de nuestras formas artísticas
y políticas. |
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Cuesta
desdeña el examen histórico. Ve en la tradición española nada más
inercia, conformismo y pasividad porque ignora la otra cara de esa
tradición. Omite analizar la influencia de la tradición indígena,
también. Y nuestra preferencia por la cultura francesa ¿no es más bien
hija de diversas circunstancias, tanto de la Historia Universal como de
la mexicana, que de una supuesta afinidad? Influido por Julián Benda,
Cuesta olvida que la cultura francesa se alimenta de la historia de
Francia y que es inseparable de la realidad que la sustenta. |
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A
pesar de las limitaciones de su posición intelectual, más visibles
ahora que cuando su autor las formuló a través de esporádicas
publicaciones periodísticas, debemos a Cuesta varias observaciones
valiosas. México, en efecto, se define a sí mismo como negación de su
pasado. Su error, como el de liberales y positivistas, consistió en
pensar que esa negación entrañaba forzosamente la adopción del
radicalismo y del clasicismo franceses en política, arte y poesía. La
historia misma refuta su hipótesis: el movimiento revolucionario, la
poesía contemporánea, la pintura y, en fin, el crecimiento mismo del
país, tienden a imponer nuestras particularidades y a romper la
geometría intelectual que nos propone Francia. El radicalismo mexicano,
como se ha procurado mostrar en este ensayo, tiene otro sentido. |
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Más
allá de las diferencias que los separan, se advierte cierto parentesco
entre Ramos y Cuesta. Ambos, en dirección contraria, reflejan nuestra
voluntad de conocemos. El primero representa esa tendencia hacia
nuestra propia intimidad que encarnó la Revolución mexicana; el
segundo, la necesidad de insertar nuestras particularidades en una
tradición universal. |
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Otro
solitario es Daniel Cosío Villegas. Economista e historiador, fue el
fundador del Fondo de Cultura Económica, empresa editorial no lucrativa
que tuvo por primer objetivo —y de ahí su nombre— proporcionar a los
hispanoamericanos los textos fundamentales de la ciencia económica, de
Smith y los fisiócratas a Keynes, pasando por Marx. Gracias a Cosío y
sus sucesores, el Fondo se transformó en una editorial de obras de
filosofía, sociología e historia que han renovado la vida intelectual
de los países de habla española. Debemos a Cosío Villegas el examen más
serio y completo del régimen porfirista. Pero quizá lo mejor y más
estimulante de su actividad intelectual es el espíritu que anima a su
crítica, la desenvoltura de sus opiniones, la independencia de su
juicio. Su mejor libro, para mí, es Extremos de América, examen nada piadoso de nuestra realidad, hecho con ironía, valor y una admirable impertinencia. |
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Cárdenas
abrió las puertas a los vencidos de la guerra de España. Entre ellos
venían escritores, poetas, profesores. A ellos se debe en parte el
renacimiento de la cultura mexicana, sobre todo en el campo de la
filosofía. Un español al que los mexicanos debemos gratitud es José
Gaos, el maestro de la joven "inteligencia". La nueva generación está
en aptitud de manejar los instrumentos que toda empresa intelectual
requiere. Por primera vez desde la época de la Independencia la
"inteligencia" mexicana no necesita formarse fuera de las aulas. Los
nuevos maestros no ofrecen a los jóvenes una filosofía, sino los medios
y las posibilidades para crearla. Tal es, precisamente, la misión del
maestro. |
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Un
nuevo elemento de estímulo es la presencia de Alfonso Reyes. Su obra,
que ahora podemos empezar a contemplar en sus verdaderas dimensiones,
es una invitación al rigor y a la coherencia. El clasicismo de Reyes,
equidistante del academismo de Ramírez y del romanticismo de Sierra, no
parte de las formas ya hechas. En lugar de ser mera imitación o
adaptación de formas universales, es un clasicismo que se busca y se
modela a sí mismo, espejo y fuente, simultáneamente, en los que el
hombre se reconoce, sí, pero también se sobrepasa. |
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Reyes
es un hombre para quien la literatura es algo más que una vocación o un
destino: una religión. Escritor cabal para quien el lenguaje es todo lo
que puede ser el lenguaje: sonido y signo, trazo inanimado y magia,
organismo de relojería y ser vivo. Poeta, crítico y ensayista, es el
Literato: el minero, el artífice, el peón, el jardinero, el amante y el
sacerdote de las palabras. Su obra es historia y poesía, reflexión y
creación. Si Reyes es un grupo de escritores, su obra es una
Literatura. ¿Lección de forma? No, lección de expresión. En un mundo de
retóricos elocuentes o de reconcentrados silenciosos, Reyes nos
advierte de los peligros y de las responsabilidades del lenguaje. Se le
acusa de no habernos dado una filosofía o una orientación. Aparte de
que quienes lo acusan olvidan buena parte de sus escritos, destinados a
esclarecer muchas situaciones que la historia de América nos plantea,
me parece que la importancia de Reyes reside sobre todo en que leerlo
es una lección de claridad y transparencia. Al enseñarnos a decir, nos
enseña a pensar. De ahí la importancia de sus reflexiones sobre la
inteligencia americana y sobre las responsabilidades del intelectual y
del escritor de nuestro tiempo. |
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El
primer deber del escritor, nos dice, estriba en su fidelidad al
lenguaje. El escritor es un hombre que no tiene más instrumento que las
palabras. A diferencia de los útiles del artesano, del pintor y del
músico, las palabras están henchidas de significaciones ambiguas y
hasta contrarias. Usarlas quiere decir esclarecerlas, purificarlas,
hacerlas de verdad instrumentos de nuestro pensar y no máscaras o
aproximaciones. Escribir implica una profesión de fe y una actitud que
trasciende al retórico y al gramático; las raíces de las palabras se
confunden con las de la moral: la crítica del lenguaje es una crítica
histórica y moral. Todo estilo es algo más que una manera de hablar: es
una manera de pensar y, por lo tanto, un juicio implícito o explícito
sobre la realidad que nos circunda. Entre el lenguaje, ser por
naturaleza social, y el escritor, que sólo engendra en la soledad, se
establece así una relación muy extraña: gracias al escritor el lenguaje
amorfo, horizontal, se yergue e individualiza; gracias al lenguaje, el
escritor moderno, rotas las otras vías de comunicación con su pueblo y
su tiempo, participa en la vida de la Ciudad. |
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De
la obra de Alfonso Reyes se puede extraer no solamente una Crítica sino
una Filosofía y una Ética del lenguaje. Por tal razón no es un azar
que, al mismo tiempo que defiende la transparencia del vocablo y la
universalidad de su significado, predique una misión. Pues aparte de
esa radical fidelidad al lenguaje que define a todo escritor, el
mexicano tiene algunos deberes específicos. El primero de todos
consiste en expresar lo nuestro. O para emplear las palabras de Reyes
"buscar el alma nacional". Tarea ardua y extrema, pues usamos un
lenguaje hecho y que no hemos creado para revelar a una sociedad
balbuciente y a un hombre enmarañado. No tenemos más remedio que usar
de un idioma que ha sufrido ya las experiencias de Góngora y Quevedo,
de Cervantes y San Juan, para expresar a un hombre que no acaba de ser
y que no se conoce a sí mismo. Escribir, equivale a deshacer el español
y a recrearlo para que se vuelva mexicano, sin dejar de ser español.
Nuestra fidelidad al lenguaje, en suma, implica fidelidad a nuestro
pueblo y fidelidad a una tradición que no es nuestra totalmente sino
por un acto de violencia intelectual. En la escritura de Reyes viven
los dos términos de este extremoso deber. Por eso, en sus mejores
momentos, su obra consiste en la invención de un lenguaje y de una
forma universales y capaces de contener, sin ahogarlos y sin
des-garrarse, todos nuestros inexpresados conflictos. |
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Reyes
se enfrenta al lenguaje como problema artístico y ético. Su obra no es
un modelo o una lección, sino un estímulo. Por eso nuestra actitud ante
el lenguaje no puede ser diversa a la de nuestros predecesores: también
a nosotros, y más radicalmente que a ellos, puesto que tenemos menos
ilusiones en unas ideas que la cultura occidental soñó eternas, la vida
y la historia de nuestro pueblo se nos presentan como una voluntad que
se empeña en crear la Forma que la exprese y que, sin traicionarla, la
trascienda. Soledad y Comunión, Mexicanidad y Universalidad, siguen
siendo los extremos que devoran al mexicano. Los términos de este
conflicto habitan no sólo nuestra intimidad y coloran con un matiz
especial, alternativamente sombrío y brillante, nuestra conducta
privada y nuestras relaciones con los demás, sino que yacen en el fondo
de todas nuestras tentativas políticas, artísticas y sociales. La vida
del mexicano es un continuo desgarrarse entre ambos extremos, cuando no
es un inestable y penoso equilibrio. |
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TODA
LA HISTORIA de México, desde la Conquista hasta la Revolución, puede
verse como una búsqueda de nosotros mismos, deformados o enmascarados
por instituciones extrañas, y de una Forma que nos exprese. Las
sociedades precortesianas lograron creaciones muy ricas y diversas,
según se ve por lo poco que dejaron en pie los españoles, y por las
revelaciones que cada día nos entregan los arqueólogos y antropólogos.
La Conquista destruye esas formas y superpone la española. En la
cultura española laten dos direcciones, conciliadas pero no fundidas
enteramente por el Estado español: la tradición medieval, castiza, viva
en España hasta nuestros días, y una tradición universal, que España se
apropia y hace suya antes de la Contrarreforma. Por obra del
catolicismo, España logra en la esfera del arte una síntesis afortunada
de ambos elementos. Otro tanto puede decirse de algunas instituciones y
nociones de Derecho político, que intervienen decisivamente en la
constitución de la sociedad colonial y en el estatuto otorgado a los
indios y a sus comunidades. Debido al carácter universal de la religión
católica, que era, aunque lo olviden con frecuencia fieles y
adversarios, una religión para todos y especialmente para los
desheredados y los huérfanos, la sociedad colonial logra convertirse
por un momento en un orden. Forma y sustancia pactan. Entre la realidad
y las instituciones, el pueblo y el poder, el arte y la vida, el
individuo y la sociedad, no hay un muro o una fosa sino que todo se
corresponde y unos mismos conceptos y una misma voluntad rigen los
ánimos. El hombre, por más humilde que sea su condición, no está solo.
Ni tampoco lo está la sociedad. Mundo y trasmundo, vida y muerte,
acción y contemplación, son experiencias totales y no actos o conceptos
aislados. Cada fragmento participa de la totalidad y ésta vive en cada
una de las partes. El orden precortesiano fue reemplazado por una Forma
universal, abierta a la participación y a la comunión de todos los
fieles. |
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La
parálisis de la sociedad colonial y su final petrificación en una
máscara piadosa o feroz, parece ser hija de una circunstancia que pocas
veces ha sido examinada: la decadencia del catolicismo europeo, en
tanto que manantial de la cultura occidental, coincidió con su
expansión y apogeo en Nueva España. La vida religiosa, fuente de
creación en otra época, se reduce para los más a inerte participación.
Y, para los menos, oscilantes entre la curiosidad y la fe, a tentativas
incompletas, juegos de ingenio y, al final, silencio y sopor. O para
decirlo en otros términos: el catolicismo se ofrece a la inmensa masa
indígena como un refugio. La orfandad que provoca la ruptura de la
Conquista se resuelve en un regresar a las oscuras entrañas maternas.
La religiosidad colonial es una vuelta a la vida prenatal, pasiva,
neutra y satisfecha. La minoría, que intenta salir al aire fresco del
mundo, se ahoga, enmudece o retrocede. |
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La
Independencia, la Reforma y la Dictadura son distintas, contradictorias
fases de una misma voluntad de desarraigo. El siglo XIX debe verse como
ruptura total con la Forma. Y simultáneamente, el movimiento liberal se
manifesta como una tentativa utópica, que provoca la venganza de la
realidad. El esquema liberal se convierte en la simulación del
positivismo. Nuestra historia independiente, desde que empezamos a
tener conciencia de nosotros mismos, noción de patria y de ser
nacional, es ruptura y búsqueda. Ruptura con la tradición, con la
Forma. Y búsqueda de una nueva Forma, capaz de contener todas nuestras
particularidades y abierta al porvenir. Ni el catolicismo, cerrado al
futuro, ni el liberalismo, que sustituía al mexicano concreto por una
abstracción inánime, podían ser esa Forma buscada, expresión de
nuestros quereres particulares y de nuestros anhelos universales. |
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La
Revolución fue un descubrimiento de nosotros mismos y un regreso a los
orígenes, primero; luego una búsqueda y una tentativa de síntesis,
abortada varias veces; incapaz de asimilar nuestra tradición, y
ofrecernos un nuevo proyecto salvador, finalmente fue un compromiso. Ni
la Revolución ha sido capaz de articular toda su salvadora explosión en
una visión del mundo, ni la "inteligencia" mexicana ha resuelto ese
conflicto entre la insuficiencia de nuestra tradición y nuestra
exigencia de universalidad. |
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Esta
recapitulación conduce a plantear el problema de una filosofía
mexicana, suscitado recientemente por Ramos y Zea. Los conflictos
examinados en el curso de este ensayo habían permanecido hasta hace
poco ocultos, recubiertos por formas e ideas extrañas, que si habían
servido para justificarnos, también nos impidieron manifestarnos y
manifestar la índole de nuestra querella interior. Nuestra situación
era semejante a la del neurótico, para quien los principios morales y
las ideas abstractas no tienen más función práctica que la defensa de
su intimidad, complicado sistema con el que se engaña, y engaña a los
demás, acerca del verdadero significado de sus inclinaciones y la
índole de sus conflictos. Pero en el momento en que éstos aparecen a
plena luz y tal cual son, el enfermo debe afrontarlos y resolverlos por
sí mismo. Algo parecido nos ocurre. De pronto nos hemos encontrado
desnudos, frente a una realidad también desnuda. Nada nos justifica ya
y sólo nosotros podemos dar respuesta a las preguntas que nos hace la
realidad. La reflexión filosófica se vuelve así una tarea salvadora y
urgente, pues no tendrá nada más por objeto examinar nuestro pasado
intelectual, ni describir nuestras actitudes características, sino que
deberá ofrecernos una solución concreta, algo que dé sentido a nuestra
presencia en la tierra. |
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¿Cómo
puede ser mexicana una reflexión filosófica de esta índole? En tanto
que examen de nuestra tradición será una filosofía de la historia de
México y una historia de las ideas mexicanas. Pero nuestra historia no
es sino un fragmento de la Historia universal. Quiero decir: siempre,
excepto en el momento de la Revolución, hemos vivido nuestra historia
como un episodio de la del mundo entero. Nuestras ideas, asimismo,
nunca han sido nuestras del todo, sino herencia o conquista de las
engendradas por Europa. Una filosofía de la historia de México no
sería, pues, sino una reflexión sobre las actitudes que hemos asumido
frente a los temas que nos ha propuesto la Historia universal:
contrarreforma, racionalismo, positivismo, socialismo. En suma, la
meditación histórica nos llevaría a responder esta pregunta: ¿cómo han
vivido los mexicanos las ideas universales? |
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La
pregunta anterior entraña una idea acerca del carácter distintivo de la
mexicanidad, segundo de los temas de esa proyectada filosofía mexicana.
Los mexicanos no hemos creado una Forma que nos exprese. Por lo tanto,
la mexicanidad no se puede identificar con ninguna forma o tendencia
histórica concreta: es una oscilación entre varios proyectos
universales, sucesivamente trasplantados o impuestos y todos hoy
inservibles. La mexicanidad, así, es una manera de no ser nosotros
mismos, una reiterada manera de ser y vivir otra cosa. En suma, a veces
una máscara y otras una súbita determinación por buscamos, un repentino
abrirnos el pecho para encontrar nuestra voz más secreta. Una filosofía
mexicana tendrá que afrontar la ambigüedad de nuestra tradición y de
nuestra voluntad misma de ser, que si exige una plena originalidad
nacional no se satisface con algo que no implique una solución
universal. |
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Varios
escritores se han impuesto la tarea de examinar nuestro pasado
intelectual. Destacan en este campo los estudios de Leopoldo Zea y
Edmundo O'Gorman. El problema que preocupa a O'Gorman es el de saber
qué clase de ser histórico es lo que llamamos América. No es una región
geográfica, no es tampoco un pasado y, acaso, ni siquiera un presente.
Es una idea, una invención del espíritu europeo. América es una utopía,
es decir, es el momento en que el espíritu europeo se universaliza, se
desprende de sus particularidades históricas y se concibe a sí mismo
como una idea universal que, casi milagrosamente, encama y se afinca en
una tierra y un tiempo preciso: el porvenir. En América la cultura
europea se concibe como unidad superior. O'Gorman acierta cuando ve a
nuestro continente como la actualización del espíritu europeo, pero
¿qué ocurre con América como ser histórico autónomo al enfrentarse a la
realidad europea? Esta pregunta parece ser el tema esencial de Leopoldo
Zea. Historiador del pensamiento hispanoamericano —y, asimismo, crítico
independiente aun en el campo de la política diaria— Zea afirma que,
hasta hace poco, América fue el monólogo de Europa, una de las formas
históricas en que encarnó su pensamiento; hoy ese monólogo tiende a
convertirse en diálogo. Un diálogo que no es puramente intelectual sino
social, político y vital. Zea ha estudiado la enajenación americana, el
no ser nosotros mismos y el ser pensados por otros. Esta enajenación
—más que nuestras particularidades— constituye nuestra manera propia de
ser. Pero se trata de una situación universal, compartida por todos los
hombres. Tener conciencia de esto es empezar a tener conciencia de
nosotros mismos. En efecto, hemos vivido en la periferia de la
historia. Hoy el centro, el núcleo de la sociedad mundial, se ha
disgregado y todos nos hemos convertido en seres periféricos, hasta los
europeos y los nor-teamericanos. Todos estamos al margen porque ya no
hay centro. |
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Otros
escritores jóvenes se ocupan en desentrañar el sentido de nuestras
actitudes vitales. Una gran avidez por conocernos, con rigor y sin
complacencias, es el mérito mayor de muchos de estos trabajos. Sin
embargo, la mayor parte de los componentes de este grupo —especialmente
Emilio Uranga, su principal inspirador— ha comprendido que el tema del
mexicano sólo es una parte de una larga reflexión sobre algo más vasto:
la enajenación histórica de los pueblos dependientes y, en general, del
hombre. |
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Toda
reflexión filosófica debe poseer autenticidad, esto es, debe ser un
pensar a la intemperie un problema concreto. Sólo así el objeto de la
reflexión puede convertirse en un tema universal. Nuestro tiempo parece
propicio a una empresa de este rango. Por primera vez, México no tiene
a su disposición un conjunto de ideas universales que justifiquen
nuestra situación. Europa, ese almacén de ideas hechas, vive ahora como
nosotros: al día. En un sentido estricto, el mundo moderno no tiene ya
ideas. Por tal razón el mexicano se sitúa ante su realidad como todos
los hombres modernos: a solas. En esta desnudez encontrará su verdadera
universalidad, que ayer fue mera adaptación del pensamiento europeo. La
autenticidad de la reflexión hará que la mexicanidad de esa filosofía
resida sólo en el acento, el énfasis o el estilo del filósofo, pero no
en el contenido de su pensamiento. La mexicanidad será una máscara que,
al caer, dejará ver al fin al hombre. Las circunstancias actuales de
México transforman así el proyecto de una filosofía mexicana en la
necesidad de pensar por nosotros mismos unos problemas que ya no son
exclusivamente nuestros, sino de todos los hombres. Esto es, la
filosofía mexicana, si de veras lo es, será simple y llanamente
filosofía, a secas. |
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La
conclusión anterior puede corroborarse si se examina históricamente el
problema. La Revolución mexicana puso en entredicho nuestra tradición
intelectual. El movimiento revolucionario mostró que todas las ideas y
concepciones que nos habían justificado en el pasado estaban muertas o
mutilaban nuestro ser. La Historia universal, por otra parte, se nos ha
echado encima y nos ha planteado directamente muchos problemas y
cuestiones que antes nuestros padres vivían de reflejo. Pese a nuestras
singularidades nacionales —superposición de tiempos históricos,
ambigüedad de nuestra tradición, semicolonialismo, etc.—, la situación
de México no es ya distinta a la de los otros países. Acaso por primera
vez en la historia la crisis de nuestra cultura es la crisis misma de
la especie. La melancólica reflexión de Valéry ante los cementerios de
las civilizaciones desaparecidas nos deja ahora indiferentes, porque no
es la cultura occidental la que mañana puede hundirse, como antes
ocurrió con griegos y árabes, con aztecas y egipcios, sino el hombre.
La antigua pluralidad de culturas, que postulaban diversos y contrarios
ideales del hombre y ofrecían diversos y contrarios futuros, ha sido
sustituida por la presencia de una sola civilización y un solo futuro.
Hasta hace poco, la Historia fue una reflexión sobre las varias y
opuestas verdades que cada cultura proponía y una verificación de la
radical heterogeneidad de cada sociedad y de cada arquetipo. Ahora la
Historia ha recobrado su unidad y vuelve a ser lo que fue en su origen:
una me-ditación sobre el hombre. La pluralidad de culturas que el
historicismo moderno rescata, se resuelve en una síntesis: la de
nuestro momento. Todas las civilizaciones desembocan en la occidental,
que ha asimilado o aplastado a sus rivales. Y todas las
particularidades tienen que responder a las preguntas que nos hace la
Historia: las mismas para todos. El hombre ha reconquistado su unidad.
Las decisiones de los mexicanos afectan ya a todos los hombres y a la
inversa. Las diferencias que separan a comunistas de "occidentales" son
bastante menos profundas que las que dividían a persas y griegos, a
romanos y egipcios, a chinos y europeos. Comunistas y demócratas
burgueses esgrimen ideas antagónicas pero que brotan de una fuente
común y disputan en un lenguaje universal, comprensible para ambos
bandos. La crisis contemporánea no se presenta, según dicen los
conser-vadores, como la lucha entre dos culturas diversas, sino como
una escisión en el seno de nuestra civilización. Una civilización que
ya no tiene rivales y que confunde su futuro con el del mundo. El
destino de cada hombre no es ya diverso al del Hombre. Por lo tanto,
toda tentativa por resolver nuestros conflictos desde la realidad
mexicana deberá poseer validez universal o estará condenada de antemano
a la esterilidad. |
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La
Revolución mexicana nos hizo salir de nosotros mismos y nos puso frente
a la Historia, planteándonos la necesidad de inventar nuestro futuro y
nuestras instituciones. La Revolución mexicana ha muerto sin resolver
nuestras contradicciones. Después de la segunda Guerra Mundial, nos
damos cuenta que esa creación de nosotros mismos que la realidad nos
exige no es diversa a la que una realidad semejante reclama a los
otros. Vivimos, como el resto del planeta, una coyuntura decisiva y
mortal, huérfanos de pasado y con un futuro por inventar. La Historia
universal es ya tarea común. Y nuestro laberinto, el de todos los
hombres. |
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