万霊節:孤独の迷路03
Octavio Paz, 1950. El Laberinto de la soledad
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Octavio Paz, 1950. El Laberinto de la soledad. 第■章
いわゆる「他者」なるものは存在しない。すなわち、 これは理性的な信仰であり、人間の理性の有する、癒しがたい信念である。あたかも、すべてのものが遂に は必然的、且つ絶対的に「全一同一」であらねばならないかのように、同一性即現実性という等式が成り立つ。しかし、「他者」なるものは消滅することを拒 む。それは存続し、持続する。それは、理性では歯が立 たない堅い骨であるアベル・マルティン(Abel Martín, 1840-1898)は、理性的な信仰に劣らず人間味のある、詩的な信仰によって「他者」なるものを信じ、「存在のもつ本質的な異質性」を信じ、そして、 自己の存在がつねにその害を被る「他者性」とも呼ばるべき救いがたいものの存在を信じた。——アントニオ・マチャド(Antonio Machado, 1875-1939)(パス (Octavio Paz)「孤独の迷路(EL LABIRINTO DE LA SOLEDAD)」のエピグラムより)
1 |
パチェーコ、ならびにその他の極端 |
2 |
メキシコ人の仮面 |
3 |
万霊祭 |
4 |
マリンチェの末裔 |
5 |
征服と植民地 |
6 |
独立から革命へ |
7 |
メキシコの知識階級 |
8 |
現代 |
9 |
孤独の弁証法 |
** |
追記 |
10 |
オリンピックとトラテロルコ |
11 |
発展およびその他の幻想 |
12 |
ピラミッド批判 |
EL
SOLITARIO mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es
ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la
marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y
acontecimientos. Somos un pueblo ritual. Y esta tendencia beneficia a
nuestra imaginación tanto como a nuestra sensibilidad, siempre afinadas
y despiertas. El arte de la Fiesta, envilecido en casi todas partes, se
conserva intacto entre nosotros. En pocos lugares del mundo se puede
vivir un espectáculo parecido al de las grandes fiestas religiosas de
México, con sus colores violentos, agrios y puros, sus danzas,
ceremonias, fuegos de artificio, trajes insólitos y la inagotable
cascada de sorpresas de los frutos, dulces y objetos que se venden esos
días en plazas y mercados |
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Nuestro
calendario está poblado de fiestas. Ciertos días, lo mismo en los
lugarejos más apartados que en las grandes ciudades, el país entero
reza, grita, come, se emborracha y mata en honor de la Virgen de
Guadalupe o del General Zaragoza. Cada año, el 15 de septiembre a las
once de la noche, en todas las plazas de México celebramos la Fiesta
del Grito; y una multitud enardecida efectivamente grita por espacio de
una hora, quizá para callar mejor el resto del año. Durante los días
que preceden y suceden al 12 de diciembre, el tiempo suspende su
carrera, hace un alto y en lugar de empujarnos hacia un mañana siempre
inalcanzable y mentiroso, nos ofrece un presente redondo y perfecto, de
danza y juerga, de comunión y comilona con lo más antiguo y secreto de
México. El tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser lo que fue, y es,
originariamente: un presente en donde pasado y futuro al fin se
reconcilian. |
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Pero
no bastan las fiestas que ofrecen a todo el país la Iglesia y la
República. La vida de cada ciudad y de cada pueblo está regida por un
santo, al que se festeja con devoción y regularidad. Los barrios y los
gremios tienen también sus fiestas anuales, sus ceremonias y sus
ferias. Y, en fin, cada uno de nosotros —ateos, católicos o
indiferentes— poseemos nuestro Santo, al que cada año honramos. Son
incalculables las fiestas que celebramos y los recursos y tiempo que
gastamos en festejar. Recuerdo que hace años pregunté al Presidente
municipal de un poblado vecino a Mida: "¿A cuánto ascienden los
ingresos del Municipio por contribuciones?" "A unos tres mil pesos
anuales. Somos muy pobres. Por eso el señor Gobernador y la Federación
nos ayudan cada año a completar nuestros gastos". "¿Y en qué utilizan
esos tres mil pesos?" "Pues casi todo en fiestas, señor. Chico como lo
ve, el pueblo tiene dos Santos Patrones." |
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Esa
respuesta no es asombrosa. Nuestra pobreza puede medirse por el número
y suntuosidad de las fiestas populares. Los países ricos tienen pocas:
no hay tiempo, ni humor. Y no son necesarias; las gentes tienen otras
cosas que hacer y cuando se divierten lo hacen en grupos pequeños. Las
masas modernas son aglomeraciones de solitarios. En las grandes
ocasiones, en París o en Nueva York, cuando el público se congrega en
plazas o estadios, es notable la ausencia del pueblo: se ven parejas y
grupos, nunca una comunidad viva en donde la persona humana se disuelve
y rescata simultáneamente. Pero un pobre mexicano ¿cómo podría vivir
sin esas dos o tres fiestas anuales que lo compensan de su estrechez y
de su miseria? Las fiestas son nuestro único lujo; ellas sustituyen,
acaso con ventaja, al teatro y a las vacaciones, al "week end" y al
"cocktail party" de los sajones, a las recepciones de la burguesía y al
café de los mediterráneos. En esas ceremonias —nacionales, locales, gremiales o familiares— el mexicano se abre al exterior. Todas ellas le dan ocasión de revelarse y dialogar con la divinidad, la patria, los amigos o los parientes. Durante esos días el silencioso mexicano silba, grita, canta, arroja petardos, descarga su pistola en el aire. Descarga su alma. Y su grito, como los cohetes que tanto nos gustan, sube hasta el cielo, estalla en una explosión verde, roja, azul y blanca y cae vertiginoso dejando una cauda de chispas doradas. Esa noche los amigos, que durante meses no pronunciaron más palabras que las prescritas por la indispensable cortesía, se emborrachan juntos, se hacen confidencias, lloran las mismas penas, se descubren hermanos y a veces, para probarse, se matan entre sí. La noche se puebla de canciones y aullidos. Los enamorados despiertan con orquestas a las muchachas. Hay diálogos y burlas de balcón a balcón, de acera a acera. Nadie habla en voz baja. Se arrojan los sombreros al aire. Las malas palabras y los chistes caen como cascadas de pesos fuertes. Brotan las guitarras. En ocasiones, es cierto, la alegría acaba mal: hay riñas, injurias, balazos, cuchilladas. También eso forma parte de la fiesta. Porque el mexicano no se divierte: quiere sobrepasarse, saltar el muro de soledad que el resto del año lo incomunica. Todos están poseídos por la violencia y el frenesí. Las almas estallan como los colores, las voces, los sentimientos. ¿Se olvidan de sí mismos, muestran su verdadero rostro? Nadie lo sabe. Lo importante es salir, abrirse paso, embriagarse de ruido, de gente, de color. México está de fiesta. Y esa Fiesta, cruzada por relámpagos y delirios, es como el revés brillante de nuestro silencio y apatía, de nuestra reserva y hosquedad. |
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Algunos
sociólogos franceses consideran a la Fiesta como un gasto ritual.
Gracias al derroche, la colectividad se pone al abrigo de la envidia
celeste y humana. Los sacrificios y las ofrendas calman o compran a
dioses y santos patrones; las dádivas y festejos, al pueblo. El exceso
en el gastar y el desperdicio de energías afirman la opulencia de la
colectividad. Ese lujo es un una prueba de salud, una exhibición de
abundancia y poder. O una trampa mágica. Porque con el derroche se
espera atraer, por contagio, a la verdadera abundancia. Dinero llama a
dinero. La vida que se riega, da más vida; la orgía, gasto sexual, es
también una ceremonia de regeneración genésica; y el desperdicio,
fortalece. Las ceremonias de fin de año, en todas las culturas,
significan algo más que la conmemoración de una fecha. Ese día es una
pausa; efectivamente el tiempo se acaba, se extingue. Los ritos que
celebran su extinción están destinados a provocar su renacimiento: la
fiesta del fin de año es también la del año nuevo, la del tiempo que
empieza. Todo atrae a su contrario. En suma, la función de la Fiesta es
más utilitaria de lo que se piensa; el desperdicio atrae o suscita la
abundancia y es una inversión como cualquiera otra. Sólo que aquí la
ganancia no se mide, ni cuenta. Se trata de adquirir potencia, vida,
salud. En este sentido la Fiesta es una de las formas económicas más
antiguas, con el don y la ofrenda. |
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Esta
interpretación me ha parecido siempre incompleta. Inscrita en la órbita
de lo sagrado, la Fiesta es ante todo el advenimiento de lo insólito.
La rigen reglas especiales, privativas, que la aíslan y hacen un día de
excepción. Y con ellas se introduce una lógica, una moral, y hasta una
economía que frecuentemente contradicen las de todos los días. Todo
ocurre en un mundo encan-tado: el tiempo es otro tiempo (situado en un
pasado mítico o en una actualidad pura); el espacio en que se verifica
cambia de aspecto, se desliga del resto de la tierra, se engalana y
convierte en un "sitio de fiesta" (en general se escogen lugares
especiales o poco frecuentados); los personajes que intervienen
abandonan su rango humano o social y se transforman en vivas, aunque
efímeras, representaciones. Y todo pasa como si no fuera cierto, como
en los sueños. Ocurra lo que ocurra, nuestras acciones poseen mayor
ligereza, una gravedad distinta: asumen significaciones diversas y
contraemos con ellas responsabilidades singulares. Nos aligeramos de
nuestra carga de tiempo y razón. |
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En
ciertas fiestas desaparece la noción misma de Orden. El caos regresa y
reina la licencia. Todo se permite: desaparecen las jerarquías
habituales, las distinciones sociales, los sexos, las clases, los
gremios. Los hombres se disfrazan de mujeres, los señores de esclavos,
los pobres de ricos. Se ridiculiza al ejército, al clero, a la
magistratura. Gobiernan los niños o los locos. Se cometen
profa-naciones rituales, sacrilegios obligatorios. El amor se vuelve
promiscuo. A veces la Fiesta se convierte en Misa Negra. Se violan
reglamentos, hábitos, costumbres. El individuo respetable arroja su
máscara de carne y la ropa oscura que lo aísla y, vestido de colorines,
se esconde en una careta, que lo libera de sí mismo. |
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Así
pues, la Fiesta no es solamente un exceso, un desperdicio ritual de los
bienes penosamente acumulados durante todo el año; también es una
revuelta, una súbita inmersión en lo informe, en la vida pura. A través
de la Fiesta la sociedad se libera de las normas que se ha impuesto. Se
burla de sus dioses, de sus principios y de sus leyes: se niega a sí
misma. |
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La
Fiesta es una Revuelta, en el sentido literal de la palabra. En la
confusión que engendra, la sociedad se disuelve, se ahoga, en tanto que
organismo regido conforme a ciertas reglas y principios. Pero se ahoga
en sí misma, en su caos o libertad original. Todo se comunica; se
mezcla el bien con el mal, el día con la noche, lo santo con lo
maldito. Todo cohabita, pierde forma, singularidad y vuelve al amasijo
primordial. La Fiesta es una operación cósmica: la experiencia del
Desorden, la reunión de los elementos y principios contrarios para
provocar el renacimiento de la vida. La muerte ritual suscita el
renacer; el vómito, el apetito; la orgía, estéril en sí misma, la
fecundidad de las madres o de la tierra. La Fiesta es un regreso a un
estado remoto e indiferenciado, prenatal o presocial, por decirlo así.
Regreso que es también un comienzo, según quiere la dialéctica
inherente a los hechos sociales. |
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El
grupo sale purificado y fortalecido de ese baño de caos. Se ha
sumergido en sí, en la entraña misma de donde salió. Dicho de otro
modo, la Fiesta niega a la sociedad en tanto que conjunto orgánico de
formas y principios diferenciados, pero la afirma en cuanto fuente de
energía y creación. Es una verdadera recreación, al contrario de lo que
ocurre con las vacaciones modernas, que no entrañan rito o ceremonia
alguna, individuales o estériles como el mundo que las ha inventado. |
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La
sociedad comulga consigo misma en la Fiesta. Todos sus miembros vuelven
a la confusión y libertad originales. La estructura social se deshace y
se crean nuevas formas de relación, reglas inesperadas, jerarquías
caprichosas. En el desorden general, cada quien se abandona y atraviesa
por situaciones y lugares que habitualmente le estaban vedados. Las
fronteras entre espectadores y ac-tores, entre oficiantes y asistentes,
se borran. Todos forman parte de la Fiesta, todos se disuelven en su
torbellino. Cualquiera que sea su índole, su carácter, su significado,
la Fiesta es participación. Este rasgo la distingue finalmente de otros
fenómenos y ceremonias: laica o religiosa, orgía o saturnal, la Fiesta
es un hecho social basado en la activa participación de los asistentes. |
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Gracias
a las Fiestas el mexicano se abre, participa, comulga con sus
semejantes y con los valores que dan sentido a su existencia religiosa
o política. Y es significativo que un país tan triste como el nuestro
tenga tantas y tan alegres fiestas. Su frecuencia, el brillo que
alcanzan, el entusiasmo con que todos participamos, parecen revelar
que, sin ellas, estallaríamos. Ellas nos liberan, así sea
momentáneamente, de todos esos impulsos sin salida y de todas esas
materias inflamables que guardamos en nuestro interior. Pero a
diferencia de lo que ocurre en otras sociedades, la Fiesta mexicana no
es nada más un regreso a un estado original de indiferenciación y
libertad; el mexicano no intenta regresar, sino salir de sí mismo,
sobrepasarse. Entre nosotros la Fiesta es una explosión, un estallido.
Muerte y vida, júbilo y lamento, canto y aullido se alían en nuestros
festejos, no para recrearse o reconocerse, sino para entredevorarse. No
hay nada más alegre que una fiesta mexicana, pero también no hay nada
más triste. La noche de fiesta es también noche de duelo. |
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Si
en la vida diaria nos ocultamos a nosotros mismos, en el remolino de la
Fiesta nos disparamos. Más que abrirnos, nos desgarramos. Todo termina
en alarido y desgarradura: el canto, el amor, la amistad. La violencia
de nuestros festejos muestra hasta qué punto nuestro hermetismo nos
cierra las vías de comunicación con el mundo. Conocemos el delirio, la
canción, el aullido y el monólogo, pero no el diálogo. Nuestras
Fiestas, como nuestras confidencias, nuestros amores y nuestras
tentativas por reordenar nuestra sociedad, son rupturas violentas con
lo antiguo o con lo establecido. Cada vez que intentamos expresarnos,
necesitamos romper con nosotros mismos. Y la Fiesta sólo es un ejemplo,
acaso el más típico, de ruptura violenta. No sería difícil enumerar
otros, igualmente reveladores: el juego, que es siempre un ir a los
extremos, mortal con frecuencia; nuestra prodigali-dad en el gastar,
reverso de la timidez de nuestras inversiones y empresas económicas;
nuestras confesiones. El mexicano, ser hosco, encerrado en sí mismo, de
pronto estalla, se abre el pecho y se exhibe, con cierta complacencia y
deteniéndose en los repliegues vergonzosos o terribles de su intimidad.
No somos francos, pero nuestra sinceridad puede llegar a extremos que
horrorizarían a un europeo. La manera explosiva y dramática, a veces
suicida, con que nos desnudamos y entregamos, inermes casi, revela que
algo nos asfixia y cohíbe. Algo nos impide ser. Y porque no nos
atrevemos o no podemos enfrentarnos con nuestro ser, recurrimos a la
Fiesta. Ella nos lanza al vacío, embriaguez que se quema a sí misma,
disparo en el aire, fuego de artificio. |
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LA
MUERTE es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida.
Toda esa abigarrada confusión de actos, omisiones, arrepentimientos y
tentativas —obras y sobras— que es cada vida, encuentra en la muerte,
ya que no sentido o explicación, fin. Frente a ella nuestra vida se
dibuja e inmoviliza. Antes de desmoronarse y hundirse en la nada, se
esculpe y vuelve forma inmutable: ya no cambiaremos sino para
desaparecer. Nuestra muerte ilumina nuestra vida. Si nuestra muerte
carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida. Por eso cuando alguien
muere de muerte violenta, solemos decir: "se la buscó". Y es cierto,
cada quien tiene la muerte que se busca, la muerte que se hace. Muerte
de cristiano o muerte de perro son maneras de morir que reflejan
maneras de vivir. Si la muerte nos traiciona y morimos de mala manera,
todos se lamentan: hay que morir como se vive. La muerte es
intransferible, como la vida. Si no morimos como vivimos es porque
realmente no fue nuestra la vida que vivimos: no nos pertenecía como no
nos pertenece la mala suerte que nos mata. Dime cómo mueres y te diré
quién eres. |
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Para
los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan
absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la
inversa. La muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un
ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadios de un proceso
cósmico, que se repetía insaciable. La vida no tenía función más alta
que desembocar en la muerte, su contrario y complemento; y la muerte, a
su vez, no era un fin en sí; el hombre alimentaba con su muerte la
voracidad de la vida, siempre insatisfecha. El sacrificio poseía un
doble objeto: por una parte, el hombre accedía al proceso creador
(pagando a los dioses, simultáneamente, la deuda contraída por la
especie); por la otra, alimentaba la vida cósmica y la social, que se
nutría de la primera. |
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Posiblemente
el rasgo más característico de esta concepción es el sentido impersonal
del sacrificio. Del mismo modo que su vida no les pertenecía, su muerte
carecía de todo propósito personal. Los muertos —incluso los guerreros
caídos en el combate y las mujeres muertas en el parto, compañeros de
Huitzilopochtli, el dios solar— desaparecían al cabo de algún tiempo,
ya para volver al país indiferenciado de las sombras, ya para fundirse
al aire, a la tierra, al fuego, a la sustancia animadora del universo.
Nuestros antepasados indígenas no creían que su muerte les pertenecía,
como jamás pensaron que su vida fuese realmente "su vida", en el
sentido cristiano de la palabra. Todo se conjugaba para determinar,
desde el nacimiento, la vida y la muerte de cada hombre: la clase
social, el año, el lugar, el día, la hora. El azteca era tan poco
responsable de sus actos como de su muerte. |
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Espacio
y tiempo estaban ligados y formaban una unidad inseparable. A cada
espacio, a cada uno de los puntos cardinales, y al centro en que se
inmovilizaban, correspondía un "tiempo" particular. Y este complejo de
espacio-tiempo poseía virtudes y poderes propios, que influían y
determinaban profundamente la vida humana. Nacer un día cualquiera, era pertenecer a un espacio, a un tiempo, a un color y a un destino. Todo estaba previamente trazado. En tanto que nosotros disociamos espacio y tiempo, meros escenarios que atraviesan nuestras vidas, para ellos había tantos "espacios-tiempos" como combinaciones poseía el calendario sacerdotal. Y cada uno estaba dotado de una significación cualitativa particular, superior a la voluntad humana. |
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Religión
y destino regían su vida, como moral y libertad presiden la nuestra.
Mientras nosotros vivimos bajo el signo de la libertad y todo —aun la
fatalidad griega y la gracia de los teólogos— es elección y lucha, para
los aztecas el problema se reducía a investigar la no siempre clara
voluntad de los dioses. De ahí la importancia de las prácticas
adivinatorias. Los únicos libres eran los dioses. Ellos podían escoger
—y, por lo tanto, en un sentido profundo, pecar—. La religión azteca
está llena de grandes dioses pecadores —Quetzalcóatl, como ejemplo
máximo—, dioses que desfallecen y pueden abandonar a sus creyentes, del
mismo modo que los cristianos reniegan a veces de su Dios. La conquista
de México sería inexplicable sin la traición de los dioses, que
reniegan de su pueblo. |
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El
advenimiento del catolicismo modifica radicalmente esta situación. El
sacrificio y la idea de salvación que antes eran colectivos, se vuelven
personales. La libertad se humaniza, encarna en los hombres. Para los
antiguos aztecas lo esencial era asegurar la continuidad de la
creación; el sacrificio no entrañaba la salvación ultraterrena, sino la
salud cósmica; el mundo, y no el individuo, vivía gracias a la sangre y
la muerte de los hombres. Para los cristianos, el individuo es lo que
cuenta. El mundo —la historia, la sociedad— está condenado de antemano.
La muerte de Cristo salva a cada hombre en particular. Cada uno de
nosotros es el Hombre y en cada uno están depositadas las esperanzas y
posibilidades de la especie. La redención es obra personal. |
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Ambas
actitudes, por más opuestas que nos parezcan, poseen una nota común: la
vida, colectiva o individual, está abierta a la perspectiva de una
muerte que es, a su modo, una nueva vida. La vida sólo se justifica y
trasciende cuando se realiza en la muerte. Y ésta también es
trascendencia, más allá, puesto que consiste en una nueva vida. Para
los cristianos la muerte es un tránsito, un salto mortal entre dos
vidas, la temporal y la ultraterrena; para los aztecas, la manera más
honda de participar en la continua regeneración de las fuerzas
creadoras, siempre en peligro de extinguirse si no se les provee de
sangre, alimento sagrado. En ambos sistemas vida y muerte carecen de
autonomía; son las dos caras de una misma realidad. Toda su
significación proviene de otros valores, que las rigen. Son referencias
a realidades invisibles. |
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La
muerte moderna no posee ninguna significación que la trascienda o
refiera a otros valores. En casi todos los casos es, simplemente, el
fin inevitable de un proceso natural. En un mundo de hechos, la muerte
es un hecho más. Pero como es un hecho desagradable, un hecho que pone
en tela de juicio todas nuestras concepciones y el sentido mismo de
nuestra vida, la filosofía del progreso (¿el progreso hacia dónde y
desde dónde?, se pregunta Scheler) pretende escamotearnos su presencia.
En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. Nadie
cuenta con ella. Todo la suprime: las prédicas de los políticos, los
anuncios de los comerciantes, la moral pública, las costumbres, la
alegría a bajo precio y la salud al alcance de todos que nos ofrecen
hospitales, farmacias y campos deportivos. Pero la muerte, ya no como
tránsito, sino como gran boca vacía que nada sacia, habita todo lo que
emprendemos. El siglo de la salud, la higiene, los anticonceptivos, las
drogas milagrosas y los alimentos sintéticos, es también el siglo de
los campos de concentración, del Estado policíaco, de la exterminación
atómica y del "murder story". Nadie piensa en la muerte, en su propia
muerte, en su muerte propia, como quería Rilke, porque nadie vive una
vida personal. La matanza colectiva no es sino el fruto de la
colectivización de la vida. |
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También
para el mexicano moderno la muerte carece de significación. Ha dejado
de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Pero la
intrascendencia de la muerte no nos lleva a eliminarla de nuestra vida
diaria. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es
la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano,
en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la
festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente. Cierto, en su actitud hay quizá tanto miedo como en la de los otros; mas al menos no se esconde ni la esconde; la contempla cara a cara con impaciencia, desdén o ironía: "si me han de matar mañana, que me maten de una vez”. |
22 |
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La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. El mexicano
no solamente postula la intrascendencia del morir, sino la del vivir.
Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares
manifiestan de una manera inequívoca que la muerte no nos asusta porque
"la vida nos ha curado de espantos". Morir es natural y hasta deseable;
cuanto más pronto, mejor. Nuestra indiferencia ante la muerte es la
otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida,
la nuestra y la ajena, carece de valor. Y es natural que así ocurra:
vida y muerte son inseparables y cada vez que la primera pierde
significación, la segunda se vuelve intrascendente. La muerte mexicana
es el espejo de la vida de los mexicanos. Ante ambas el mexi-cano se
cierra, las ignora. |
23 |
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El
desprecio a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos.
Ella está presente en nuestras fiestas, en nuestros juegos, en nuestros
amores y en nuestros pensamientos. Morir y matar son ideas que pocas
veces nos abandonan. La muerte nos seduce. La fascinación que ejerce
sobre nosotros quizá brote de nuestro hermetismo y de la furia con que
lo rompemos. La presión de nues-tra vitalidad, constreñida a expresarse
en formas que la traicionan, explica el carácter mortal, agresivo o
suicida, de nuestras explosiones. Cuando estallamos, además, tocamos el
punto más alto de la tensión, rozamos el vértice vibrante de la vida. Y
allí, en la altura del frenesí, sentimos el vértigo: la muerte nos
atrae. |
24 |
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Por
otra parte, la muerte nos venga de la vida, la desnuda de todas sus
vanidades y pretensiones y la convierte en lo que es: unos huesos
mondos y una mueca espantable. En un mundo cerrado y sin salida, en
donde todo es muerte, lo único valioso es la muerte. Pero afirmamos
algo negativo. Calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos
coloridos de fuegos de artificio, nuestras re-presentaciones populares
son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e
insignificancia de la humana existencia. Adornamos nuestras casas con
cráneos, comemos el día de los Difuntos panes que fingen huesos y nos
divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona,
pero toda esa fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta
que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una nueva
respuesta. Y cada vez que nos la preguntamos, nos encogemos de hombros:
¿qué me importa la muerte, si no me importa la vida? |
25 |
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El
mexicano, obstinadamente cerrado ante el mundo y sus semejantes, ¿se
abre ante la muerte? La adula, la festeja, la cultiva, se abraza a
ella, definitivamente y para siempre, pero no se entrega. Todo está
lejos del mexicano, todo le es extraño y, en primer término, la muerte,
la extraña por excelencia. El mexicano no se entrega a la muerte,
porque la entrega entraña sacrificio. Y el sacrificio, a su vez, exige
que alguien dé y alguien reciba. Esto es, que alguien se abra y se
encare a una realidad que lo trasciende. En un mundo intrascendente,
cerrado sobre sí mismo, la muerte mexicana no da ni recibe; se consume
en sí misma y a sí misma se satisface. Así pues, nuestras relaciones
con la muerte son íntimas —más íntimas, acaso, que las de cualquier
otro pueblo— pero desnudas de significación y desprovistas de erotismo.
La muerte mexicana es estéril, no engendra como la de aztecas y
cristianos. |
26 |
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Nada
más opuesto a esta actitud que la de europeos y norteamericanos. Leyes,
costumbres, moral pública y privada, tienden a preservar la vida
humana. Esta protección no impide que aparezcan cada vez con más
frecuencia ingeniosos y refinados asesinos, eficaces productores del
crimen perfecto y en serie. La reiterada irrupción de criminales
profesionales, que maduran y calculan sus asesinatos con una precisión
inaccesible a cualquier mexicano; el placer con que relatan sus
experiencias, sus goces y sus procedimientos; la fascinación con que el
público y los periódicos recogen sus confesiones; y, finalmente, la
reconocida ineficacia de los sistemas de represión con que se pretende
evitar nuevos crímenes, muestran que el respeto a la vida humana que
tanto enor-gullece a la civilización occidental es una noción
incompleta o hipócrita. |
27 |
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El
culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a
la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la
muerte, acaba por negar a la vida. La perfección de los criminales
modernos no es nada más una consecuencia del progreso de la técnica
moderna, sino del desprecio a la vida inexorablemente implícito en todo
voluntario escamoteo de la muerte. Y podría agregarse que la perfección
de la técnica moderna y la popularidad de la "murder story" no son sino
frutos (como los campos de concentración y el empleo de sistemas de
exterminación colectiva) de una concepción optimista y unilateral de la
existencia. Y así, es inútil excluir a la muerte de nuestras
representaciones, de nuestras palabras, de nuestras ideas, porque ella
acabará por suprimirnos a todos y en primer término a los que viven
ignorándola o fingiendo que la ignoran. |
28 |
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Cuando
el mexicano mata —por vergüenza, placer o capricho— mata a una
persona, a un semejante. Los criminales y estadistas modernos no matan:
suprimen. Experimentan con seres que han perdido ya su calidad humana.
En los campos de concentración primero se degrada al hombre; una vez
convertido en un objeto, se le extermina en masa. El criminal típico de
la gran ciudad —más allá de los móviles concretos que lo impulsan—
realiza en pequeña escala lo que el caudillo moderno hace en grande.
También a su modo experimenta: envenena, disgrega cadáveres con ácidos,
incinera despojos, convierte en objeto a su víctima. La antigua
relación entre víctima y victimario, que es lo único que humaniza al
crimen, lo único que lo hace imaginable, ha desa-parecido. Como en las
novelas de Sade, no hay ya sino verdugos y objetos, instrumentos de
placer v destrucción. Y la inexistencia de la víctima hace más intolerable y total la infinita soledad del victimario. Para nosotros el crimen es todavía una relación —y en ese sentido posee el mismo significado liberador que la Fiesta o la confesión—. De ahí su dramatismo, su poesía y —¿por qué no decirlo?— su grandeza. Gracias al crimen, accedemos a una efímera trascendencia. |
29 |
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EN
LOS PRIMEROS versos de la Octava Elegía de Duino, Rilke dice que la
criatura —el ser en su inocencia animal— contempla lo Abierto, al
contrario que nosotros, que jamás vemos hacia adelante, hacia lo
absoluto. El miedo nos hace volver el rostro, darle la espalda a la
muerte. Y al negarnos a contemplarla, nos cerramos fatalmente a la
vida, que es una totalidad que la lleva en sí. Lo Abierto es el mundo
en donde los contrarios se reconcilian y la luz y la sombra se funden.
Esta concepción tiende a devolver a la muerte su sentido original, que
nuestra época le ha arrebatado: muerte y vida son contrarios que se
complementan. Ambas son mitades de una esfera que nosotros, sujetos a
tiempo y espacio, no podemos sino entrever. En el mundo prenatal,
muerte y vida se confunden; en el nuestro, se oponen; en el más allá,
vuelven a reunirse, pero ya no en la ceguera animal, anterior al pecado
y a la conciencia, sino como inocencia reconquistada. El hombre puede
trascender la oposición temporal que las escinde —y que no reside en
ellas, sino en su conciencia— y percibirlas como una unidad superior.
Este conocimiento no se opera sino a través de un desprendimiento: la
criatura debe renunciar a su vida temporal y a la nostalgia del limbo,
del mundo animal. Debe abrirse a la muerte si quiere abrirse a la vida;
entonces "será como los ángeles". |
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Así,
frente a la muerte hay dos actitudes: una, hacia adelante, que la
concibe como creación; otra, de regreso, que se expresa como
fascinación ante la nada o como nostalgia del limbo. Ningún poeta
mexicano o hispanoamericano, con la excepción, acaso, de César Vallejo.
se aproxima a la primera de estas dos concepciones. En cambio, dos
poetas mexicanos, José Gorostiza y Xavier Villaurrutia, encarnan la
segunda de estas dos direcciones. Si para Gorostiza la vida es "una
muerte sin fin", un continuo despeñarse en la nada, para Villaurrutia
la vida no es más que "nostalgia de la muerte". |
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La
afortunada imagen que da título al libro de Villaurrutia, Nostalgia de
la muerte, es algo más que un acierto verbal. Con él, su autor quiere
señalarnos la significación última de su poesía. La muerte como
nostalgia y no como fruto o fin de la vida, equivale a afirmar que no
venimos de la vida, sino de la muerte. Lo antiguo y original, la
entraña materna, es la huesa y no la matriz. Esta aseveración corre el
riesgo de parecer una vana paradoja o la reiteración de un viejo lugar
común: todos somos polvo y vamos al polvo. Creo, pues, que el poeta
desea encontrar en la muerte (que es, en efecto, nuestro origen) una
revelación que la vida temporal no le ha dado: la de la verdadera vida.
Al morir la aguja del instantero recorrerá su cuadrante todo cabrá en un instante y será posible acaso vivir, después de haber muerto |
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Regresar
a la muerte original será volver a la vida de antes de la vida, a la
vida de antes de la muerte: al limbo, a la entraña materna. |
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Muerte
sin fin, el poema de José Gorostiza, es quizá el más alto testimonio
que poseemos los hispanoamericanos de una conciencia verdaderamente
moderna, inclinada sobre sí misma, presa de sí, de su propia claridad
cegadora. El poeta, al mismo tiempo lúcido y exasperado, desea arrancar
su máscara a la existencia, para contemplarla en su desnudez. El
diálogo entre el mundo y el hombre, viejo como la poesía y el amor, se
transforma en el del agua y el vaso que la ciñe, el del pensamien-to y
la forma en que se vierte y a la que acaba por corroer. Preso en las
apariencias —árboles y pensamientos, piedras y emociones, días y
noches, crepúsculos, no son sino metáforas, cintas de colores— el poeta
advierte que el soplo que hincha la sustancia, la modela y la erige
Forma, es el mismo que la carcome y arruga y destrona. En este drama
sin personajes, pues todos son nada más reflejos, disfraces de un
suicida que dialoga consigo mismo en un lenguaje de espejos y ecos,
tampoco la inteligencia es otra cosa que reflejo, forma, y la más pura,
de la muerte, de una muerte enamorada de sí misma. Todo se despeña en
su propia claridad, todo se anega en su fulgor, todo se dirige hacia
esa muerte transparente: la vida no es sino una metáfora, una invención
con que la muerte —¡también ella!— quiere engañarse. El poema es el
tenso desarrollo del viejo tema de Narciso —al que, por otra parte, no
se alude una sola vez en el texto—. Y no solamente la conciencia se
contempla a sí misma en sus aguas transparentes y vacías, espejo y ojo
al mismo tiempo, como en el poema de Valéry: la nada, que se miente
forma y vida, respiración y pecho, que se finge corrupción y muerte,
termina por desnudarse y, ya vacía, se inclina sobre sí misma: se
enamora de sí, cae en sí, incansable muerte sin fin. |
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EN
SUMA, si en la Fiesta, la borrachera o la confidencia nos abrimos, lo
hacemos con tal violencia que nos desgarramos y acabamos por anularnos.
Y ante la muerte, como ante la vida, nos alzamos de hombros y le
oponemos un silencio o una sonrisa desdeñosa. La Fiesta y el crimen
pasional o gratuito, revelan que el equilibrio de que hacemos gala sólo
es una máscara, siempre en peligro de ser desgarrada por una súbita
explosión de nuestra intimidad. Todas estas actitudes indican que el mexicano siente, en sí mismo y en la carne del país, la presencia de una mancha, no por difusa menos viva, original e imborrable. Todos nuestros gestos tienden a ocultar esa llaga, siempre fresca, siempre lista a encenderse y arder bajo el sol de la mirada ajena. |
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+ |
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Ahora
bien, todo desprendimiento provoca una herida. A reserva de indagar
cómo y en qué momento se produjo ese desprendimiento, debo apuntar que
cualquier ruptura (con nosotros mismos o con lo que nos rodea, con el
pasado o con el presente), engendra un sentimiento de soledad. En los
casos extremos —separación de los padres, de la Matriz o de la tierra
natal, muerte de los dioses o conciencia aguda de sí— la soledad se
identifica con la orfandad. Y ambos se manifiestan generalmente como
conciencia del pecado. Las penalidades y vergüenza que inflige el
estado de separación pueden ser consideradas, gracias a la introducción
de las nociones de ex-piación y redención, como sacrificios necesarios,
prendas o promesas de una futura comunión que pondrá fin al exilio. La
culpa puede desaparecer, la herida cicatrizar, el exilio resolverse en
comunión. La soledad adquiere así un carácter purgativo, purificador.
El solitario o aislado trasciende su soledad, la vive como una prueba y
como una promesa de comunión. |
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El
mexicano, según se ha visto en las descripciones anteriores, no
trasciende su soledad. Al contrario, se encierra en ella. Habitamos
nuestra soledad como Filoctetes su isla, no esperando, sino temiendo
volver al mundo. No soportamos la presencia de nuestros compañeros.
Encerrados en nosotros mismos, cuando no desgarrados y enajenados,
apuramos una soledad sin referencias a un más allá redentor o a un más
acá creador. Oscilamos entre la entrega y la reserva, entre el grito y
el silencio, entre la fiesta y el velorio, sin entregamos jamás.
Nuestra impasibilidad recubre la vida con la máscara de la muerte;
nuestro grito desgarra esa máscara y sube al cielo hasta distenderse,
romperse y caer como derrota y silencio. Por ambos caminos el mexicano
se cierra al mundo: a la vida y a la muerte. |
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