マリンチェの末裔:孤独の迷路04
Octavio Paz, 1950. El Laberinto de la soledad
Octavio Paz, 1950. El Laberinto de la soledad. 第4征服と植民地:孤独の迷路05章
いわゆる「他者」なるものは存在しない。すなわち、 これは理性的な信仰であり、人間の理性の有する、癒しがたい信念である。あたかも、すべてのものが遂に は必然的、且つ絶対的に「全一同一」であらねばならないかのように、同一性即現実性という等式が成り立つ。しかし、「他者」なるものは消滅することを拒 む。それは存続し、持続する。それは、理性では歯が立 たない堅い骨であるアベル・マルティン(Abel Martín, 1840-1898)は、理性的な信仰に劣らず人間味のある、詩的な信仰によって「他者」なるものを信じ、「存在のもつ本質的な異質性」を信じ、そして、 自己の存在がつねにその害を被る「他者性」とも呼ばるべき救いがたいものの存在を信じた。——アントニオ・マチャド(Antonio Machado, 1875-1939)(パス (Octavio Paz)「孤独の迷路(EL LABIRINTO DE LA SOLEDAD)」のエピグラムより)
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パチェーコ、ならびにその他の極端 |
2 |
メキシコ人の仮面 |
3 |
万霊祭 |
4 |
マリンチェの末裔 |
5 |
征服と植民地 |
6 |
独立から革命へ |
7 |
メキシコの知識階級 |
8 |
現代 |
9 |
孤独の弁証法 |
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追記 |
10 |
オリンピックとトラテロルコ |
11 |
発展およびその他の幻想 |
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ピラミッド批判 |
LA
EXTRAÑEZA que provoca nuestro hermetismo ha creado la leyenda del
mexicano, ser insondable. Nuestro recelo provoca el ajeno. Si nuestra
cortesía atrae, nuestra reserva hiela. Y las inesperadas violencias que
nos desgarran, el esplendor convulso o solemne de nuestras fiestas, el
culto a la muerte, acaban por desconcertar al extranjero. La sensación
que causamos no es diversa a la que producen los orientales. También
ellos, chinos, indostanos o árabes, son herméticos e indescifrables.
También ellos arrastran en andrajos un pasado todavía vivo. Hay un
misterio mexicano como hay un misterio amarillo y uno negro. El
contenido concreto de esas repre-sentaciones depende de cada
espectador. Pero todos coinciden en hacerse de nosotros una imagen
ambigua, cuando no contradictoria: no somos gente segura y nuestras
respuestas como nuestros silencios son imprevisibles, inesperados.
Traición y lealtad, crimen y amor, se agazapan en el fondo de nuestra
mirada. Atraemos y repelemos. |
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※吉田はヘルメス主義を「密閉主義」と書いている 私たちのヘルメス主義が引き起こした "よそ者 "は、メキシコ人という底知れぬ存在の伝説を生み出した。私たちの猜疑心は他人の猜疑心を刺激する。私たちの礼儀正しさが人を惹きつけるなら、私たちの控 えめさは凍りつく。そして、私たちを引き裂く予期せぬ暴力、私たちのお祭りの痙攣するような、あるいは厳粛な華やかさ、死の崇拝は、結局のところ外国人を 狼狽させる。私たちが引き起こす感覚は、東洋人が引き起こすそれと似ていなくもない。彼らもまた、中国人であれ、ヒンドゥスターニー人であれ、アラブ人で あれ、密閉的で解読不能である。彼らもまた、ぼろぼろのまま生きている過去を引きずっている。黄色と黒の謎があるように、メキシコの謎もある。これらの表 象の具体的な内容は、それぞれの観客によって異なる。私たちは安全な人間ではないし、私たちの反応は、私たちの沈黙のように、予測不可能で、予期せぬもの なのだ。裏切りや忠誠、犯罪や愛が私たちの視線の奥底に潜んでいる。私たちは惹きつけ、そして反発する。 |
No
es difícil comprender los orígenes de esta actitud. Para un europeo,
México es un país al margen de la Historia universal. Y todo lo que se
encuentra alejado del centro de la sociedad aparece como extraño e
impenetrable. Los campesinos, remotos, ligeramente arcaicos en el
vestir y el hablar, parcos, amantes de expresarse en formas y fórmulas
tradicionales, ejercen siempre una fascinación sobre el hombre urbano.
En todas partes representan el elemento más antiguo y secreto de la
sociedad. Para todos, excepto para ellos mismos, encarnan lo oculto, lo
escondido y que no se entrega sino difícilmente, tesoro enterrado,
espiga que madura en las entrañas terrestres, vieja sabiduría escondida
entre los pliegues de la tierra. |
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La
mujer, otro de los seres que viven aparte, también es figura
enigmática. Mejor dicho, es el Enigma. A semejanza del hombre de raza o
nacionalidad extraña, incita y repele. Es la imagen de la fecundidad,
pero asimismo de la muerte. En casi todas las culturas las diosas de la
creación son también deidades de destrucción. Cifra viviente de la
extrañeza del universo y de su radical he-terogeneidad, la mujer
¿esconde la muerte o la vida?, ¿en qué piensa?, ¿piensa acaso?, ¿siente
de veras?, ¿es igual a nosotros? El sadismo se inicia como venganza
ante el hermetismo femenino o como tentativa desesperada para obtener
una respuesta de un cuerpo que tememos insensible. Porque, como dice
Luis Cernuda, "el deseo es una pregunta cuya respuesta no existe". A
pesar de su desnudez —redonda, plena— en las formas de la mujer siempre
hay algo que desvelar: Eva y Cipris concentran el misterio del corazón del mundo. |
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Para
Rubén Darío, como para todos los grandes poetas, la mujer no es
solamente un instrumento de conocimiento, sino el conocimiento mismo.
El conocimiento que no poseeremos nunca, la suma de nuestra definitiva
ignorancia: el misterio supremo. |
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Es
notable que nuestras representaciones de la clase obrera no estén
teñidas de sentimientos parecidos, a pesar de que también vive alejada
del centro de la sociedad —inclusive físicamente, recluida en barrios y
ciudades especiales—. Cuando un novelista contemporáneo introduce un
personaje que simboliza la salud o la destrucción, la fertilidad o la
muerte, no escoge, como podría esperarse, a un obrero —que encierra en
su figura la muerte de la vieja sociedad y el nacimiento de otra—. D.
H. Lawrence, que es uno de los críticos más violentos y profundos del
mundo moderno, describe en casi todas sus obras las virtudes que harían
del hombre fragmentario de nuestros días un hombre de verdad, dueño de
una visión total del mundo. Para encarnar esas virtudes crea personajes
de razas antiguas y no-europeas. O inventa la figura de Mellors, un
guardabosque, un hijo de la tierra. Es posible que la infancia de
Lawrence, transcurrida entre las minas de carbón inglesas, explique
esta deliberada ausencia. Es sabido que detestaba a los obreros tanto
como a los burgueses. Pero ¿cómo explicar que en todas las grandes
novelas revolucionarias tampoco aparezcan los proletarios como héroes,
sino como fondo? En todas ellas el héroe es siempre el aventurero, el
intelectual o el revolucionario profesional. El hombre aparte, que ha
renunciado a su clase, a su origen o a su patria. Herencia
dekromanticismo, sin duda, que hace del héroe un ser antisocial.
Además, el obrero es demasiado reciente. Y se parece a sus señores:
todos son hijos de la máquina. |
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El
obrero moderno carece de individualidad. La clase es más fuerte que el
individuo y la persona se disuelve en lo genérico. Porque ésa es la
primera y más grave mutilación que sufre el hombre al convertirse en
asalariado industrial. El capitalismo lo despoja de su naturaleza
humana —lo que no ocurrió con el siervo— puesto que reduce todo su ser
a fuerza de trabajo, transformándolo por este solo hecho en objeto. Y
como a todos los objetos, en mercancía, en cosa susceptible de compra y
venta. El obrero pierde, bruscamente y por razón misma de su estado
social, toda relación humana y concreta con el mundo: ni son suyos los
útiles que emplea, ni es suyo el fruto de su esfuerzo. Ni siquiera lo
ve. En realidad no es un obrero, puesto que no hace obras o no tiene
conciencia de las que hace, perdido en un aspecto de la producción. Es
un trabajador, nombre abstracto, que no designa una tarea determinada,
sino una función. Así, no lo distingue de los otros hombres su obra,
como acontece con el médico, el ingeniero o el carpintero. La
abstracción que lo califica —el trabajo medido en tiempo— no lo separa,
sino lo liga a otras abstracciones. De ahí su ausencia de misterio, de
problematicidad, su transparencia, que no es diversa a la de cualquier
instrumento. |
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La
complejidad de la sociedad contemporánea y la especialización que
requiere el trabajo extienden la condición abstracta del obrero a otros
grupos sociales. Vivimos en un mundo de técnicos, se dice. A pesar de
las diferencias de salarios y de nivel de vida, la situación de estos
técnicos no difiere esencialmente de la de los obreros: también son
asalariados y tampoco tienen conciencia de la obra que realizan. El
gobierno de los técnicos, ideal de la sociedad contemporánea, sería así
el gobierno de los instrumentos. La función sustituiría al fin; el
medio, al creador. La sociedad marcharía con eficacia, pero sin rumbo.
Y la repetición del mismo gesto, distintiva de la máquina, llevaría a
una forma desconocida de la inmovilidad: la del mecanismo que avanza de
ninguna parte hacia ningún lado. |
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Los
regímenes totalitarios no han hecho sino extender y generalizar, por
medio de la fuerza o de la propaganda, esta condición. Todos los
hombres sometidos a su imperio la padecen. En cierto sentido se trata
de una transposición a la esfera social y política de los sistemas
económicos del capitalismo. La producción en masa se logra a través de
la confección de piezas sueltas que luego se unen en talleres
especiales. La propaganda y la acción política totalitaria —así como el
terror y la represión— obedecen al mismo sistema. La propaganda difunde
verdades incompletas, en serie y por piezas sueltas. Más tarde esos
fragmentos se organizan y se convierten en teorías políticas, verdades
absolutas para las masas. El terror obedece al mismo principio. La
persecución comienza contra grupos aislados —razas, clases, disidentes,
sospechosos—, hasta que gradualmente alcanza a todos. Al iniciarse, una
parte del pueblo contempla con indiferencia el exterminio de otros
grupos sociales o contribuye a su persecución, pues se exasperan los
odios internos. Todos se vuelven cómplices y el sentimiento de culpa se
extiende a toda la sociedad. El terror se generaliza: ya no hay sino
persecutores y perseguidos. El persecutor, por otra parte, se
transforma muy fácilmente en perseguido. Basta una vuelta de la máquina
política. Y nadie escapa a esta dialéctica feroz, ni los dirigentes. |
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El
mundo del terror, como el de la producción en serie, es un mundo de
cosas, de útiles. (De ahí la vanidad de la disputa sobre la validez
histórica del terror moderno.) Y los útiles nunca son misteriosos o
enigmáticos, pues el misterio proviene de la indeterminación del ser o
del objeto que lo contiene. Un anillo misterioso se desprende
inmediatamente del género anillo; adquiere vida propia, deja de ser un
objeto. En su forma yace, escondida, presta a saltar, la sorpresa. El
misterio es una fuerza o una virtud oculta, que no nos obedece y que no
sabemos a qué hora y cómo va a manifestarse. Pero los útiles no
esconden nada, no nos preguntan nada y nada nos responden. Son
inequívocos y transparentes. Meras prolongaciones de nuestras manos, no
poseen más vida que la que nuestra voluntad les otorga. Nos sirven;
luego, gastados, viejos, los arrojamos sin pesar al cesto de la basura,
al cementerio de automóviles, al campo de concentración. O los
cambiamos a nuestros aliados o enemigos por otros objetos. |
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Todas
nuestras facultades, y también todos nuestros defectos, se oponen a
esta concepción del trabajo como esfuerzo impersonal, repetido en
iguales y vacías porciones de tiempo: la lentitud y cuidado en la
tarea, el amor por la obra y por cada uno de los detalles que la
componen, el buen gusto, innato ya, a fuerza de ser herencia milenaria.
Si no fabricamos productos en serie, sobresa-limos en el arte difícil,
exquisito e inútil de vestir pulgas. Lo que no quiere decir que el
mexicano sea incapaz de convertirse en lo que se llama un buen obrero.
Todo es cuestión de tiempo. Y nada, excepto un cambio histórico cada
vez más remoto e impensable, impedirá que el mexicano deje de ser un
problema, un ser enigmático, y se convierta en una abstracción más. |
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Mientras
llega ese momento, que resolverá —aniquilándolas— todas nuestras
contradicciones, debo señalar que lo extraordinario de nuestra
situación reside en que no solamente somos enigmáticos ante los
extraños, sino ante nosotros mismos. Un mexicano es un problema
siempre, para otro mexicano y para sí mismo. Ahora bien, nada más
simple que reducir todo el complejo grupo de actitudes que nos
caracteriza —y en especial la que consiste en ser un problema para
nosotros mismos— a lo que se podría llamar "moral de siervo", por
oposición no solamente a la "moral de señor", sino a la moral moderna,
proletaria o burguesa. |
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La
desconfianza, el disimulo, la reserva cortés que cierra el paso al
extraño, la ironía, todas, en fin, las oscilaciones psíquicas con que
al eludir la mirada ajena nos eludimos a nosotros mismos, son rasgos de
gente dominada, que teme y que finge frente al señor. Es revelador que
nuestra intimidad jamás aflore de manera natural, sin el acicate de la
fiesta, el alcohol o la muerte. Esclavos, siervos y razas sometidas se
presentan siempre recubiertos por una máscara, sonriente o adusta. Y
únicamente a solas, en los grandes momentos, se atreven a manifestarse
tal como son. Todas sus relaciones están envenenadas por el miedo y el
recelo. Miedo al señor, recelo ante sus iguales. Cada uno observa al
otro, porque cada compañero puede ser también un traidor. Para salir de
sí mismo el siervo necesita saltar barreras, embriagarse, olvidar su
condición. Vivir a solas, sin testigos. So-lamente en la soledad se
atreve a ser. |
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La
indudable analogía que se observa entre ciertas de nuestras actitudes y
las de los grupos sometidos al poder de un amo, una casta o un Estado
extraño, podría resolverse en esta afirmación; el carácter de los
mexicanos es un producto de las circunstancias sociales imperantes en
nuestro país; la historia de México, que es la historia de esas
circunstancias, contiene la respuesta a todas las preguntas. La
situación del pueblo durante el período colonial sería así la raíz de
nuestra actitud cerrada e inestable. Nuestra historia como nación
independiente contrihuiría también a perpetuar y hacer más neta esta
psicología servil, puesto que no hemos logrado suprimir la miseria
popular ni las exasperantes diferencias sociales, a pesar de siglo y
medio de luchas y experiencias constitu-cionales. El empleo de la
violencia como recurso dialéctico, los abusos de autoridad de los
poderosos —vicio que no ha desaparecido todavía—y finalmente el
escepticismo y la resignación del pueblo, hoy más visibles que nunca
debido a las sucesivas desilusiones posrevolucionarias, completarían
esta explicación histórica. |
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El
defecto de interpretaciones como la que acabo de bosquejar reside,
precisamente, en su simplicidad. Nuestra actitud ante la vida no está
condicionada por los hechos históricos, al menos de la manera rigurosa
con que en el mundo de la mecánica la velocidad o la trayectoria de un
proyectil se encuentra determinada por un conjunto de factores
conocidos. Nuestra actitud vital —que es un factor que nunca acabaremos
de conocer totalmente, pues cambio e indeterminación son las únicas
constantes de su ser— también es historia. Quiero decir, los hechos
históricos no son nada más hechos, sino que están teñidos de humanidad,
esto es, de problematicidad. Tampoco son el mero resultado de otros
hechos, que los causan, sino de una voluntad singular, capaz de regir
dentro de ciertos límites su fatalidad. La historia no es un mecanismo
y las influencias entre los diversos componentes de un hecho histórico
son recíprocas, como tantas veces se ha dicho. Lo que distingue a un
hecho histórico de los otros hechos es su carácter histórico. O sea,
que es por sí mismo y en sí mismo una unidad irreductible a otras.
Irreductible e inseparable. Un hecho histórico no es la suma de los
llamados factores de la historia, sino una realidad indisoluble. Las
circunstancias históricas explican nuestro carácter en la medida que
nuestro carácter también las explica a ellas. Ambas son lo mismo. Por
eso toda explicación puramente histórica es insuficiente —lo que no
equivale a decir que sea falsa. |
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Basta
una observación para reducir a sus verdaderas proporciones la analogía
entre la moral de los siervos y la nuestra: las reacciones habituales
del mexicano no son privativas de una clase, raza o grupo aislado, en
situación de inferioridad. Las clases ricas también se cierran al mundo
exterior y también se desgarran cada vez que intentan abrirse. Se trata
de una actitud que rebasa las circunstancias históricas, aunque se
sirve de ellas para manifestarse y se modifica a su contacto. El
mexicano, como todos los hombres, al servirse de las circunstancias las
convierte en materia plástica y se funde a ellas. Al esculpirlas, se
esculpe. |
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Si
no es posible identificar nuestro carácter con el de los grupos
sometidos, tampoco lo es negar su parentesco. En ambas situaciones el
individuo y el grupo luchan, simultánea y contradictoriamente, por
ocultarse y revelarse. Mas una diferencia nos separa. Siervos, criados
o razas víctimas de un poder extraño cualquiera (los negros
norteamericanos, por ejemplo), entablan un combate con una realidad
concreta. Nosotros, en cambio, luchamos con entidades imaginarias,
vestigios del pasado o fantasmas engendrados por nosotros mismos. Esos
fantasmas y vestigios son reales, al menos para nosotros. Su realidad
es de un orden sutil y atroz, porque es una realidad fantasmagórica.
Son intocables e invencibles, ya que no están fuera de nosotros, sino
en nosotros mismos. En la lucha que sostiene contra ellos nuestra
voluntad de ser, cuentan con un aliado secreto y poderoso: nuestro
miedo a ser. Porque todo lo que es el mexicano actual, como se ha
visto, puede reducirse a esto: el mexicano no quiere o no se atreve a
ser él mismo. |
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En muchos casos estos fantasmas son vestigios de realidades pasadas. Se originaron en la Conquista, en la Colonia, en la Independencia o en las guerras sostenidas contra yanquis y franceses. Otros reflejan nuestros problemas actuales, pero de una manera indirecta, escondiendo o disfrazando su verdadera naturaleza. ¿Y no es extraordinario que, desaparecidas las causas, persistan los efectos? ¿Y que los efectos oculten a las causas? En esta esfera es imposible escindir causas y efectos. En realidad, no hay causas y efectos, sino un complejo de reacciones y tendencias que se penetran mutuamente. La persistencia de ciertas actitudes y la libertad e independencia que asumen frente a las causas que las originaron, conduce a estudiarlas en la carne viva del presente y no en los textos históricos.En suma, la historia podrá esclarecer el origen de muchos de nuestros fantasmas, pero no los disipará. Sólo nosotros podemos enfrentarnos a ellos. O dicho de otro modo: la historia nos ayuda a comprender ciertos rasgos de nuestro carácter, a condición de que seamos capaces de aislarlos y denunciarlos previamente. Nosotros somos los únicos que podemos contestar a las preguntas que nos hacen la realidad y nuestro propio ser. | 17 |
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EN
NUESTRO lenguaje diario hay un grupo de palabras prohibidas, secretas,
sin contenido claro, y a cuya mágica ambigüedad confiamos la expresión
de las más brutales o sutiles de nuestras emociones y reacciones.
Palabras malditas, que sólo pronunciamos en voz alta cuando no somos
dueños de nosotros mismos. Confusamente reflejan nuestra intimidad: las
explosiones de nuestra vi-talidad las iluminan y las depresiones de
nuestro ánimo las oscurecen. Lenguaje sagrado, como el de los niños, la
poesía y las sectas. Cada letra y cada sílaba están animadas de una
vida doble, al mismo tiempo luminosa y oscura, que nos revela y oculta.
Palabras que no dicen nada y dicen todo. Los adolescentes, cuando
quieren presumir de hombres, las pronuncian con voz ronca. Las repiten
las señoras, ya para significar su libertad de espíritu, ya para
mostrar la verdad de sus sentimientos. Pues estas palabras son
definitivas, categóricas, a pesar de su ambigüedad y de la facilidad
con que varía su significado. Son las malas palabras, único lenguaje
vivo en un mundo de vocablos anémicos. La poesía al alcance de todos. |
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Cada
país tiene la suya. En la nuestra, en sus breves y desgarradas,
agresivas, chispeantes sílabas, parecidas a la momentánea luz que
arroja el cuchillo cuando se le descarga contra un cuerpo opaco y duro,
se condensan todos nuestros apetitos, nuestras iras, nuestros
entusiasmos y los anhelos que pelean en nuestro fondo, inexpresados.
Esa palabra es nuestro santo y seña. Por ella y en ella nos reconocemos
entre extraños y a ella acudimos cada vez que aflora a nuestros labios
la condición de nuestro ser. Conocerla, usarla, arrojándola al aire
como un juguete vistoso o haciéndola vibrar como un arma afilada, es
una manera de afirmar nuestra mexicanidad. |
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Toda
la angustiosa tensión que nos habita se expresa en una frase que nos
viene a la boca cuando la cólera, la alegría o el entusiasmo nos llevan
a exaltar nuestra condición de mexicanos: ¡Viva México, hijos de la
Chingada! Verdadero grito de guerra, cargado de una electricidad
particular, esta frase es un reto y una afirmación, un disparo,
dirigido contra un enemigo imaginario, y una explosión en el aire.
Nuevamente, con cierta patética y plástica fatalidad, se presenta la
imagen del cohete que sube al cielo, se dispersa en chispas y cae
oscuramente. O la del aullido en que terminan nuestras canciones, y que
posee la misma ambigua resonancia: alegría rencorosa, desgarrada
afirmación que se abre el pecho y se consume a sí misma. |
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Con
ese grito, que es de rigor gritar cada 15 de septiembre, aniversario de
la Independencia, nos afirmamos y afirmamos a nuestra patria, frente,
contra y a pesar de los demás. ¿Y quiénes son los demás? Los demás son
los "hijos de la chingada?': los extranjeros, los malos mexicanos,
nuestros enemigos, nuestros rivales. En todo caso, los "otros". Esto
es, todos aquellos que no son lo que no-sotros somos. Y esos otros no
se definen sino en cuanto hijos de una madre tan indeterminada y vaga
como ellos mismos. |
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¿Quién
es la Chingada? Ante todo, es la Madre. No una Madre de carne y hueso,
sino una figura mítica. La Chingada es una de las representaciones
mexicanas de la Maternidad, como la Llorona o la "sufrida madre
mexicana" que festejamos el diez de mayo. La Chingada es la madre que
ha sufrido, metafórica o realmente, la acción corrosiva e infamante
implícita en el verbo que le da nombre. Vale la pena detenerse en el
significado de esta voz. |
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En la Anarquía del lenguaje en la América Española,
Darío Rubio examina el origen de esta palabra y enumera las
significaciones que le prestan casi todos los pueblos
hispanoamericanos. Es probable su procedencia azteca: chingaste es
xinachtli (semilla de hortaliza) o xinaxtli (aguamiel fermentado). La
voz y sus derivados se usan, en casi toda América y en algunas regiones
de España, asociados a las bebidas, alcohólicas o no: chingaste son los
residuos o heces que quedan en el vaso, en Guatemala y El Salvador; en
Oaxaca llaman chingaditos a los restos del café; en todo México se
llama chínguere —o, significativamente, piquete— al alcohol; en Chile,
Perú y Ecuador la chingana es la taberna; en España chingar equivale a
beber mucho, a embriagarse; y en Cuba, un chinguirito es un trago de
alcohol. |
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Chingar
también implica la idea de fracaso. En Chile y Argentina se chinga un
petardo, "cuando no revienta, se frustra o sale fallido". Y las
empresas que fracasan, las fiestas que se aguan, las acciones que no
llegan a su término, se chingan. En Colombia, chingarse es llevarse un
chasco. En el Plata un vestido desgarrado en un vestido chingado. En
casi todas partes chingarse es salir burla-do, fracasar. Chingar,
asimismo, se emplea en algunas partes de Sudamérica como sinónimo de
molestar, zaherir, burlar. Es un verbo agresivo, como puede verse por
todas estas significaciones: descolar a los animales, incitar o hurgar
a los gallos, chunguear, chasquear, perjudicar, echar a perder,
frustrar. |
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En
México los significados de la palabra son innumerables. Es una voz
mágica. Basta un cambio de tono, una inflexión apenas, para que el
sentido varíe. Hay tantos matices como entonaciones: tantos
significados como sentimientos. Se puede ser un chingón, un Gran
Chingón (en los negocios, en la política, en el crimen, con las
mujeres), un chingaquedito (silencioso, disimulado, urdiendo tramas en
la sombra, avanzando cauto para dar el mazazo), un chingoncito. Pero la
pluralidad de significaciones no impide que la idea de agresión —en
todos sus grados, desde el simple de incomodar, picar, zaherir, hasta
el de violar, desgarrar y matar— se presente siempre como significado
último. El verbo denota violencia, salir de sí mismo y penetrar por la
fuerza en otro. Y también, herir, rasgar, violar —cuerpos, almas,
objetos—, destruir. Cuando algo se rompe, decimos: "se chingó". Cuando
alguien ejecuta un acto desmesurado y contra las reglas, comentamos:
"hizo una chingadera". |
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La idea de romper y de abrir reaparece en casi todas las expresiones. La voz está teñida de sexualidad, pero no es sinónimo del acto sexual; se puede chingar a una mujer sin poseerla. Y cuando se alude al acto sexual, la violación o el engaño le prestan un matiz particular. El que chinga jamás lo hace con el consentimiento de la chingada. En suma, chingar es hacer violencia sobre otro. Es un verbo masculino, activo, cruel: pica, hiere, desgarra, mancha. Y provoca una amarga, resentida satisfacción en el que lo ejecuta. | 26 |
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Lo
chingado es lo pasivo, lo inerte y abierto, por oposición a lo que
chinga, que es activo, agresivo y cerrado. El chingón es el macho, el
que abre. La chingada, la hembra, la pasividad, pura, inerme ante el
exterior. La relación entre ambos es violenta, determinada por el poder
cínico del primero y la impotencia de la otra. La idea de violación
rige oscuramente todos los significados. La dialéctica de "lo cerrado"
y "lo abierto" se cumple así con precisión casi feroz. |
27 |
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El
poder mágico de la palabra se intensifica por su carácter prohibido.
Nadie la dice en público. Solamente un exceso de cólera, una emoción o
el entusiasmo delirante, justifican su expresión franca. Es una voz que
sólo se oye entre hombres, o en las grandes fiestas. Al gritarla,
rompemos un velo de pudor, de silencio o de hipocresía. Nos
manifestamos tales como somos de verdad. Las ma-las palabras hierven en
nuestro interior, como hierven nuestros sentimientos. Cuando salen, lo
hacen brusca, brutalmente, en forma de alarido, de reto, de ofensa. Son
proyectiles o cuchillos. Desgarran. |
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Los
españoles también abusan de las expresiones fuertes. Frente a ellos el
mexicano es singularmente pulcro. Pero mientras los españoles se
complacen en la blasfemia y la escatología, nosotros nos especializamos
en la crueldad y el sadismo. El español es simple: insulta a Dios
porque cree en él. La blasfemia, dice Machado, es una oración al revés.
El placer que experimentan muchos españoles, incluso algunos de sus más
altos poetas, al aludir a los detritus y mezclar la mierda con lo
sagrado se parece un poco al de los niños que juegan con lodo. Hay,
además del resentimiento, el gusto por los contrastes, que ha
engendrado el estilo barroco y el dramatismo de la gran pintura
española. Sólo un español puede hablar con autoridad de Onán y Donjuán.
En las expresiones mexicanas, por el contrario, no se advierte la
dualidad española simbolizada por la oposición de lo real y lo ideal,
los místicos y los picaros, el Quevedo fúnebre y el escatológico, sino
la dicotomía entre lo cerrado y lo abierto. El verbo chingar indica el
triunfo de lo cerrado, del ma-cho, del fuerte, sobre lo abierto. |
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La
palabra chingar, con todas estas múltiples significaciones, define gran
parte de nuestra vida y califica nuestras relaciones con el resto de
nuestros amigos y compatriotas. Para el mexicano la vida es una
posibilidad de chingar o de ser chingado. Es decir, de humillar,
castigar y ofender. O a la inversa. Esta concepción de la vida social
como combate engendra fatalmente la división de la sociedad en fuertes
y débiles. Los fuertes —los chingones sin escrúpulos, duros e
inexorables— se rodean de fidelidades ardientes e interesadas. El
servilismo ante los poderosos —especialmente entre la casta de los
"políticos", esto es, de los profesionales de los negocios públicos— es
una de las deplorables consecuencias de esta situación. Otra, no menos
degradante, es la adhesión a las personas y no a los principios. Con
frecuencia nuestros políticos confunden los negocios públicos con los
privados. No importa. Su riqueza o su influencia en la administración
les permite sostener una mesnada que el pueblo llama, muy atinadamente,
de "lambiscones" (de lamer). |
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El
verbo chingar —maligno, ágil y juguetón como un animal de presa—
engendra muchas expresiones que hacen de nuestro mundo una selva: hay
tigres en los negocios, águilas en las escuelas o en los presidios,
leones con los amigos. El soborno se llama "morder". Los burócratas
roen sus huesos (los empleos públicos). Y en un mundo de chingones, de
relaciones duras, presididas por la violencia y el recelo, en el que
nadie se abre ni se raja y todos quieren chingar, las ideas y el
trabajo cuentan poco. Lo único que vale es la hombría el valor
personal, capaz de imponerse. |
31 |
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La
voz tiene además otro significado, más restringido. Cuando decimos
"vete a la Chingada", enviamos a nuestro interlocutor a un espacio
lejano, vago e indeterminado. Al país de las cosas rotas, gastadas.
País gris, que no está en ninguna parte, inmenso y vacío. Y no sólo por
simple asociación fonética lo comparamos a la China, que es también
inmensa y remota. La Chingada, a fuerza de uso, de significaciones
contrarias y del roce de labios coléricos o entusiasmados, acaba por
gastarse, agotar sus contenidos y desaparecer. Es una palabra hueca. No
quiere decir nada. Es la Nada. |
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Después
de esta disgresión sí se puede contestar a la pregunta ¿qué es la
Chingada? La Chingada es la Madre abierta, violada o burlada por la
fuerza. El "hijo de la Chingada" es el engendro de la violación, del
rapto o de la burla. Si se compara esta expresión con la española,
"hijo de puta", se advierte inmediatamente la diferencia. Para el
español la deshonra consiste en ser hijo de una mujer que
voluntariamente se entrega, una prostituta; para el mexicano, en ser
fruto de una violación. |
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Manuel
Cabrera me hace observar que la actitud española refleja una concepción
histórica y moral del pecado original, en tanto que la del mexicano,
más honda y genuina, trasciende anécdota y ética. En efecto, toda
mujer, aun la que se da voluntariamente, es desgarrada, chingada por el
hombre. En cierto sentido todos somos, por el solo hecho de nacer de
mujer, hijos de la Chingada, hijos de Eva. Mas lo característico del
mexicano reside, a mi juicio, en la violenta, sarcástica humillación de
la Madre y en la no menos violenta afirmación del Padre. Una amiga —las
mujeres son más sensibles a la extrañeza de la situación— me hacía ver
que la admiración por el Padre, símbolo de lo cerrado y agresivo, capaz
de chingar y abrir, se transparenta en una expresión que empleamos
cuando queremos imponer a otro nuestra superioridad: "Yo soy tu padre".
En suma, la cuestión del origen es el centro secreto de nuestra
ansiedad y angustia. Vale la pena detenerse un poco en el sentido que
todo esto tiene para nosotros. |
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Estamos
solos. La soledad, fondo de donde brota la angustia, empezó el día en
que nos desprendimos del ámbito materno y caímos en un mundo extraño y
hostil. Hemos caído; y esta caída, este sabernos caídos, nos vuelve
culpables. ¿De qué? De un delito sin nombre: el haber nacido. Estos
sentimientos son comunes a todos los hombres y no hay en ellos nada que
sea específicamente mexicano, así pues, no se trata de repetir una
descripción que ya ha sido hecha muchas veces, sino de aislar algunos
rasgos y emociones que iluminan con una luz particular la condición
universal del hombre. |
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En
todas las civilizaciones la imagen del Dios Padre —apenas destrona a
las divinidades femeninas— se presenta como una figura ambivalente. Por
una parte, ya sea Jehová, Dios Creador, o Zeus, rey de la creación,
regulador cósmico, el Padre encarna el poder genérico, origen de la
vida; por la otra es el principio anterior, el Uno, de donde todo nace
y adonde todo desemboca. Pero, además, es el dueño del rayo y del
látigo, el tirano y el ogro devorador de la vida. Este aspecto —Jehová
colérico, Dios de ira, Saturno, Zeus violador de mujeres—es el que
aparece casi exclusivamente en las representaciones populares que se
hace el mexicano del poder viril. |
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El
"macho" representa el polo masculino de la vida. La frase "yo soy tu
padre" no tiene ningún sabor paternal, ni se dice para proteger,
resguardar o conducir, sino para imponer una superioridad, esto es,
para humillar. Su significado real no es distinto al del verbo chingar
y algunos de sus derivados. El "Macho" es el Gran Chingón. Una palabra
resume la agresividad, impasibilidad, invulnerabilidad, uso descarnado
de la violencia, y demás atributos del "macho": poder. La fuerza, pero
desligada de toda noción de orden: el poder arbitrario, la voluntad sin
freno y sin cauce. La arbitrariedad añade un elemento imprevisto a la figura del "macho". Es un humorista. Sus bromas son enormes, descomunales y desembocan siempre en el absurdo. Es conocida la anécdota de aquel que, para "curar" el dolor de cabeza de un compañero de juerga, le vació la pistola en el cráneo. Cierto o no, el sucedido revela con qué inexorable rigor la lógica de lo absurdo se introduce en la vida. El "macho" hace "chingaderas", es decir, actos imprevistos y que producen la confusión, al horror, la destrucción. Abre al mundo; al abrirlo, lo desgarra. El desgarramiento provoca una gran risa siniestra. A su manera es justo: restablece el equilibrio, pone las cosas en su sitio, esto es, las reduce a polvo, miseria, nada. El humorismo del "macho" es un acto de venganza. |
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Un
psicólogo diría que el resentimiento es el fondo de su carácter. No
sería difícil percibir también ciertas inclinaciones homosexuales, como
el uso y abuso de la pistola, símbolo fálico portador de la muerte y no
de la vida, el gusto por las cofradías cerradamente masculinas, etc.
Pero cualquiera que sea el origen de estas actitudes, el hecho es que
el atributo esencial del "macho", la fuerza, se manifiesta casi siempre
como capacidad de herir, rajar, aniquilar, humillar. Nada más natural,
por tanto, que su indiferencia frente a la prole que engendra. No es el
fundador de un pueblo; no es el patriarca que ejerce la patria
potestas; no es el rey, juez, jefe de clan. Es el poder, aislado en su
misma potencia, sin relación ni compromiso con el mundo exterior. Es la
incomunicación pura, la soledad que se devora a sí misma y devora lo
que toca. No pertenece a nuestro mundo; no es de nuestra ciudad; no
vive en nuestro barrio. Viene de lejos, está lejos siem-pre. Es el
Extraño. Es imposible no advertir la semejanza que guarda la figura del
"macho" con la del conquistador español. Ése es el modelo —más mítico
que real— que rige las representaciones que el pueblo mexicano se ha
hecho de los poderosos: caciques, señores feudales, hacendados,
políticos, generales, capitanes de industria. Todos ellos son "machos",
"chingones". |
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El
"macho" no tiene contrapartida heroica o divina. Hidalgo, el "padre de
la patria", como es costumbre llamarlo en la jerga ritual de la
República, es un anciano inerme, más encarnación del pueblo desvalido
frente a la fuerza que imagen del poder y la cólera del padre terrible.
Entre los numerosos santos patronos de los mexicanos tampoco aparece
alguno que ofrezca semejanza con las grandes divinidades masculinas.
Finalmente, no existe una veneración especial por el Dios padre de la
Trinidad, figura más bien borrosa. En cambio, es muy frecuente y
constante la devoción a Cristo, el Dios hijo, el Dios joven, sobre todo
como víctima redentora. En las iglesias de los pueblos abundan las
esculturas de Jesús —en cruz o cubiertas de llagas y heridas— en las
que el realismo desollado de los españoles se alía al simbolismo
trágico de los indios: las heridas son flores, prendas de resurrección,
por una parte y, asimismo, reiteración de que la vida es la máscara
dolorosa de la muerte. |
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El
fervor del culto al Dios hijo podría explicarse, a primera vista, como
herencia de las religiones prehispánicas. En efecto, a la llegada de
los españoles casi todas las grandes divinidades masculinas —con la
excepción de Tláloc, niño y viejo simultáneamente, deidad de mayor
antigüedad— eran dioses hijos, como Xipe, dios del maíz joven, y
Huitzilopochtli, el "guerrero del Sur". Quizá no sea ocioso recordar
que el nacimiento de Huitzilopochtli ofrece más de una analogía con el
de Cristo: también él es concebido sin contacto carnal; el mensajero
divino también es un pájaro (que deja caer una pluma en el regazo de
Coatlicue); y, en fin, también el niño Huitzilopochtli debe escapar de
la persecución de un Herodes mítico. Sin embargo, es abusivo utilizar
estas analogías para explicar la devoción a Cristo, como lo sería
atribuirla a una mera supervivencia del culto a los dioses hijos. El
mexicano venera al Cristo sangrante y humillado, golpeado por los
soldados, condenado por los jueces, porque ve en él la imagen
transfigurada de su propio destino. Y esto mismo lo lleva a reconocerse
en Cuauhtémoc, el joven Emperador azteca destronado, torturado y
asesinado por Cortés. |
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Cuauhtémoc
quiere decir "águila que cae". El jefe mexica asciende al poder al
iniciarse el sitio de México-Tenochtitlán, cuando los aztecas han sido
abandonados sucesivamente por sus dioses, sus vasallos y sus aliados.
Asciende sólo para caer, como un héroe mítico. Inclusive su relación
con la mujer se ajusta al arquetipo de héroe joven, a un tiempo amante
e hijo de la Diosa. Así, López Velarde dice que Cuauhtémoc sale al
encuentro de Cortés, es decir, al sacrificio final, "desprendido del
pecho curvo de la Emperatriz". Es un guerrero pero también un niño.
Sólo que el ciclo heroico no se cierra: héroe caído, aún espera su
resurrección. No es sorprendente que, para la mayoría de los mexicanos,
Cuauhtémoc sea el "joven abuelo", el origen de México: la tumba del
héroe es la cuna del pueblo. Tal es la dialéctica de los mitos y
Cuauhtémoc, antes que una figura histórica, es un mito. Y aquí
interviene otro elemento decisivo, analogía que hace de esta historia
un verdadero poema en busca de un desenlace: se ignora el lugar de la
tumba de Cuauhtémoc. El misterio del paradero de sus restos es una de
nuestras obsesiones. Encontrarlo significa nada menos que volver a
nuestro origen, reanudar nuestra filiación, romper la soledad.
Resucitar. |
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Si
se interroga a la tercera figura de la tríada, la Madre, escucharemos
una respuesta doble. No es un secreto para nadie que el catolicismo
mexicano se concentra en el culto a la Virgen de Guadalupe. En primer
término: se trata de una Virgen india; enseguida: el lugar de su
aparición (ante el indio Juan Diego) es una colina que fue antes
santuario dedicado a Tonantzin, "nuestra ma-dre", diosa de la
fertilidad entre los aztecas. Como es sabido, la Conquista coincide con
el apogeo del culto a dos divinidades masculinas: Quetzalcóatl, el dios
del autosacrificio (crea el mundo, según el mito, arrojándose a la
hoguera, en Teotihuacán) y Huitzilopochtli, el joven dios guerrero que
sacrifica. La derrota de estos dioses —pues eso fue la Conquista para
el mundo indio: el fin de un ciclo cósmico y la instauración de un
nuevo reinado divino— produjo entre los fieles una suerte de regreso
hacia las antiguas divinidades femeninas. Este fenómeno de vuelta a la
entraña materna, bien conocido de los psicólogos, es sin duda una de
las causas determinantes de la rápida popularidad del culto a la
Virgen. Ahora bien, las deidades indias eran diosas de fecundidad,
ligadas a los ritmos cósmicos, los procesos de vegetación y los ritos
agrarios. La Virgen católica es también una Madre (Guadalupe-Tonantzin
la llaman aún algunos peregrinos indios) pero su atributo principal no
es velar por la fertilidad de la tierra sino ser el refugio de los
desamparados. La situación ha cambiado: no se trata ya de asegurar las
cosechas sino de encontrar un regazo. La Virgen es el consuelo de los
pobres, el escudo de los débiles, el amparo de los oprimidos. En suma,
es la Madre de los huérfanos. Todos los hombres nacimos desheredados y
nuestra condición verdadera es la orfandad, pero esto es
particularmente cierto para los indios y los pobres de México. El culto
a la Virgen no sólo refleja la condición general de los hombres sino
una situación histórica concreta, tanto en lo espiritual como en lo
material. Y hay más: Madre universal, la Virgen es también la
intermediaria, la mensajera entre el hombre desheredado y el poder
desconocido, sin rostro: el Extraño. |
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Por
contraposición a Guadalupe, que es la Madre virgen, la Chingada es la
Madre violada. Ni en ella ni en la Virgen se encuentran rastros de los
atributos negros de la Gran Diosa: lascivia de Amaterasu y Afrodita,
crueldad de Artemisa y Astarté, magia funesta de Circe, amor por la
sangre de Kali. Se trata de figuras pasivas. Guadalupe es la
receptividad pura y los beneficios que produce son del mismo orden:
consuela, serena, aquieta, enjuga las lágrimas, calma las pasiones. La
Chingada es aún más pasiva. Su pasividad es abyecta: no ofrece
resistencia a la violencia, es un montón inerte de sangre, huesos y
polvo. Su mancha es constitucional y reside, según se ha dicho más
arriba, en su sexo. Esta pasividad abierta al exterior la lleva a
perder su identidad: es la Chin-gada. Pierde su nombre, no es nadie ya,
se confunde con la nada, es la Nada. Y sin embargo, es la atroz
encarnación de la condición femenina. |
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Si
la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece
forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no
solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las
indias. El símbolo de la entrega es doña Malinche, la amante de Cortés.
Es verdad que ella se da voluntariamente al Conquistador, pero éste,
apenas deja de serle útil, la olvida. Doña Marina se ha convertido en
una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o
seducidas por los españoles. Y del mismo modo que el niño no perdona a
su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo
mexicano no perdona su traición a la Malinche. Ella encarna lo abierto,
lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados.
Cuauhtémoc y doña Marina son así dos símbolos antagónicos y
complementarios. Y si no es sorprendente el culto que todos profesamos
al joven emperador —"único héroe a la altura del arte", imagen del hijo
sacrificado— tampoco es extraña la maldición que pesa contra la
Malinche. De ahí el éxito del adjetivo despectivo "malinchista",
recientemente puesto en circulación por los periódicos para denunciar a
todos los contagiados por tendencias extranjerizantes. Los malinchistas
son los partidarios de que México se abra al exterior: los verdaderos
hijos de la Malinche, que es la Chingada en persona. De nuevo aparece
lo cerrado por oposición a lo abierto. |
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Nuestro
grito es una expresión de la voluntad mexicana de vivir cerrados al
exterior, sí, pero sobre todo, cerrados frente al pasado. En ese grito
condenamos nuestro origen y renegamos de nuestro hibridismo. La extraña
permanencia de Cortés y de la Malinche en la imaginación y en la
sensibilidad de los mexicanos actuales revela que son algo más que
figuras históricas: son símbolos de un conflicto secreto, que aún no
hemos resuelto. Al repudiar a la Malinche —Eva mexicana, se-gún la
representa José Clemente Orozco en su mural de la Escuela Nacional
Preparatoria— el mexicano rompe sus ligas con el pasado, reniega de su
origen y se adentra solo en la vida histórica. |
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El
mexicano condena en bloque toda su tradición, que es un conjunto de
gestos, actitudes y tendencias en el que ya es difícil distinguir lo
español de lo indio. Por eso la tesis hispanista, que nos hace
descender de Cortés con exclusión de la Malinche, es el patrimonio de
unos cuantos extravagantes —que ni siquiera son blancos puros—. Y otro
tanto se puede decir de la propaganda indigenista, que también está
sostenida por criollos y mestizos maniáticos, sin que jamás los indios
le hayan prestado atención. El mexicano no quiere ser ni indio, ni
español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma
en tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve
hijo de la nada. Él empieza en sí mismo. |
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Esta
actitud no se manifiesta nada más en nuestra vida diaria, sino en el
curso de nuestra historia, que en ciertos momentos ha sido encarnizada
voluntad de desarraigo. Es pasmoso que un país con un pasado tan vivo,
profundamente tradicional, atado a sus raíces, rico en antigüedad
legendaria si pobre en historia moderna, sólo se conciba como negación
de su origen. |
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Nuestro
grito popular nos desnuda y revela cuál es esa llaga que
alternativamente mostramos o escondemos, pero no nos indica cuáles
fueron las causas de esa separación y negación de la Madre, ni cuándo
se realizó la ruptura. A reserva de examinar más detenidamente el
problema, puede adelantarse que la Reforma liberal de mediados del
siglo pasado parece ser el momento en que el mexicano se decide a
.romper con su tradición, que es una manera de romper con uno mismo. Si
la Independencia corta los lazos políticos que nos unían a España, la
Reforma niega que la nación mexicana en tanto que proyecto histórico,
continúe la tradición colonial. Juárez y su generación fundan un Estado
cuyos ideales son distintos a los que animaban a Nueva España o a las
sociedades precortesianas. El Estado mexicano proclama una concepción
universal y abstracta del hombre: la República no está compuesta por
criollos, indios y mestizos, como con gran amor por los matices y
respeto por la naturaleza heteróclita del mundo colonial especificaban
las Leyes de Indias, sino por hombres, a secas. Y a solas. |
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La
Reforma es la gran Ruptura con la Madre. Esta separación era un acto
fatal y necesario, porque toda vida verdaderamente autónoma se inicia
como ruptura con la familia y el pasado. Pero nos duele todavía esa
separación. Aún respiramos por la herida. De ahí que el sentimiento de
orfandad sea el fondo constante de nuestras tentativas políticas y de
nuestros conflictos íntimos. México está tan solo como cada uno de sus
hijos. |
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El
mexicano y la mexicanidad se definen como ruptura y negación. Y,
asimismo, como búsqueda, como voluntad por trascender ese estado de
exilio. En suma, como viva conciencia de la soledad, histórica y
personal. La historia, que no nos podía decir nada sobre la naturaleza de nuestros sentimientos y de nuestros conflictos, sí nos puede mostrar ahora cómo se realizó la ruptura y cuáles han sido nuestras tentativas para trascender la soledad. |
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