現代(我々の時代):孤独の迷路08
Octavio Paz, 1950. El Laberinto de la soledad
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Octavio Paz, 1950. El Laberinto de la soledad. 第8章
いわゆる「他者」なるものは存在しない。すなわち、 これは理性的な信仰であり、人間の理性の有する、癒しがたい信念である。あたかも、すべてのものが遂に は必然的、且つ絶対的に「全一同一」であらねばならないかのように、同一性即現実性という等式が成り立つ。しかし、「他者」なるものは消滅することを拒 む。それは存続し、持続する。それは、理性では歯が立 たない堅い骨であるアベル・マルティン(Abel Martín, 1840-1898)は、理性的な信仰に劣らず人間味のある、詩的な信仰によって「他者」なるものを信じ、「存在のもつ本質的な異質性」を信じ、そして、 自己の存在がつねにその害を被る「他者性」とも呼ばるべき救いがたいものの存在を信じた。——アントニオ・マチャド(Antonio Machado, 1875-1939)(パス (Octavio Paz)「孤独の迷路(EL LABIRINTO DE LA SOLEDAD)」のエピグラムより)
1 |
パチェーコ、ならびにその他の極端 |
2 |
メキシコ人の仮面 |
3 |
万霊祭 |
4 |
マリンチェの末裔 |
5 |
征服と植民地 |
6 |
独立から革命へ |
7 |
メキシコの知識階級 |
8 |
現代 |
9 |
孤独の弁証法 |
** |
追記 |
10 |
オリンピックとトラテロルコ |
11 |
発展およびその他の幻想 |
12 |
ピラミッド批判 |
NUESTROS DÍAS
BÚSQUEDA
y momentáneo hallazgo de nosotros mismos, el movimiento revolucionario
transformó a México, lo hizo "otro". Ser uno mismo es, siempre, llegar
a ser ese otro que somos y que llevamos escondido en nuestro interior,
más que nada como promesa o posibilidad de ser. Así, en cierto sentido
la Revolución ha recreado a la nación; en otro, no menos importante, la
ha extendido a razas y clases que ni la Colonia ni el siglo XIX
pudieron incorporar. Pero, a pesar de su fecundidad extraordinaria, no
fue capaz de crear un orden vital que fuese, a un tiempo, visión del
mundo y fundamento de una sociedad realmente justa y libre. La
Revolución no ha hecho de nuestro país una comunidad o, siquiera, una
esperanza de comunidad: un mundo en el que los hombres se reconozcan en
los hombres y en donde el "principio de autoridad" —esto es: la fuerza,
cualquiera que sea su origen y justificación— ceda el sitio a la
libertad responsable. Cierto, ninguna de las sociedades conocidas ha
alcanzado un estado semejante. No es accidental, por otra parte, que no
nos haya dado una visión del hombre comparable a la del catolicismo
colonial o el liberalismo del siglo pasado. La Revolución es un
fenómeno nuestro, sí, pero muchas de sus limitaciones dependen de
circunstancias ligadas a la historia mundial contemporánea. |
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La
Revolución mexicana es la primera, cronológicamente, de las grandes
revoluciones del siglo XX. Para comprenderla cabalmente es necesario
verla como parte de un proceso general y que aún no termina. Como todas
las revoluciones modernas, la nuestra se propuso, en primer término,
liquidar el régimen feudal, transformar el país mediante la industria y
la técnica, suprimir nuestra situación de dependencia económica y
política y, en fin, instaurar una verdadera democracia social. En otras
palabras: dar el salto que soñaron los liberales más lúcidos, consumar
efectivamente la Independencia y la Reforma, hacer de México una nación
moderna. Y todo esto sin traicionarnos. Por el contrario, los cambios
nos revelarían nuestro verdadero ser, un rostro a un tiempo conocido e
ignorado, un rostro nuevo a fuerza de sepultada antigüedad. La
Revolución iba a inventar un Mé-xico fiel a sí mismo. |
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Los
países "adelantados", con la excepción de Alemania, pasaron del antiguo
régimen al de las modernas democracias burguesas de una manera que
podríamos llamar natural. Las transformaciones políticas, económicas y
técnicas se sucedieron y entrelazaron como inspiradas por una
coherencia superior. La historia, poseía una lógica; descubrir el
secreto de su funcionamiento equivalía a apoderarse del futuro. Esta
creencia, bastante vana, aún nos hace ver la historia de las grandes
naciones como el desarrollo de una inmensa y majestuosa proposición
lógica. En efecto, el capitalismo pasó gradualmente de las formas
primitivas de acumulación a otras cada vez más complejas, hasta
desembocar en la época del capital financiero y el imperialismo
mundial. El tránsito del capitalismo primitivo al internacional produjo
cambios radicales, tanto en la situación interior de cada país como en
la esfera mundial. Por una parte, al cabo de siglo y medio de
explotación de los pueblos coloniales y semicoloniales, las diferencias
entre un obrero y su patrón fueron menos grandes que las existentes
entre ese mismo obrero y un paria hindú o un peón boliviano. Por la
otra, la expansión imperialista unificó al planeta: captó todas las
riquezas, aun las más escondidas, y las arrojó al torrente de la
circulación mundial, convertidas en mercancías; universalizó el trabajo
humano (la tarea de un pizcador de algodón la continúa, a miles de
kilómetros, un obrero textil) realizando por primera vez, efectivamente
y no como postulado moral, la unidad de la condición humana; destruyó
las culturas y civilizaciones extrañas e hizo girar a todos los pueblos
alrededor de dos o tres astros, fuentes del poder político, económico y
espiritual. Al mismo tiempo, los pueblos así anexados participaron sólo
de una manera pasiva en el proceso: en lo económico eran meros
productores de materias primas y de mano de obra barata; en lo
político, eran colonias y semicolonias; en lo espiritual, sociedades
bárbaras o pintorescas. Para los pueblos de la periferia, el "progreso"
significaba, y significa, no sólo gozar de ciertos bienes materiales
sino, sobre todo, acceder a la "normalidad" histórica: ser, al fin,
"entes de razón". Tal es el transfondo de la Revolución mexicana y, en
general, de las revoluciones del siglo XX. |
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Puede
verse ahora con mayor claridad en qué consistió la empresa
revolucionaria: consumar, a corto plazo y con un mínimo de sacrificios
humanos, una obra que la burguesía europea había llevado a cabo en más
de ciento cincuenta años. Para lograrlo, deberíamos previamente
asegurar nuestra independencia política y recuperar nuestros recursos
naturales. Además, todo esto debería realizarse sin menoscabo de los
derechos sociales, en particular los obreros, consagrados por la
Constitución de 1917. En Europa y en los Estados Unidos estas
conquistas fueron el resultado de más de un siglo de luchas proletarias
y, en buena parte, representaban (y representan) una participación en
las ganancias obtenidas por las metrópolis en el exterior. Entre
nosotros no sólo no había ganancias coloniales que repartir: ni
siquiera eran nuestros el petróleo, los minerales, la energía eléctrica
y las otras fuerzas con que deberíamos transformar al país. Así pues,
no se trataba de empezar desde el principio sino desde antes del
principio. |
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La
Revolución hizo del nuevo estado el principal agente de la
transformación social. En primer lugar: la devolución y el reparto de
tierras, la apertura al cultivo de otras, las obras de irrigación, las
escuelas rurales, los bancos de refacción para los campesinos. Los
expertos se extienden en los errores técnicos cometidos; los
moralistas, en la intervención maléfica del cacique tradicional y del
político rapaz. Es verdad. También lo es que, bajo formas nuevas,
subsiste el peligro de un retorno al monopolio de las tierras. Lo
conquistado hay que defenderlo todavía. Pero el régimen feudal ha
desaparecido. Olvidar esto es olvidar demasiado. Y hay más: la reforma
agraria no sólo benefició a los campesinos sino que, al romper la
antigua estructura social, hizo posible el nacimiento de nuevas fuerzas
productivas. Ahora bien, a pesar de todo lo logrado —y ha sido mucho—
miles de campesinos viven en condiciones de gran miseria y otros miles
no tienen más remedio que emigrar a los Estados Unidos, cada año, como
trabajadores temporales. El crecimiento demográfico, circunstancia que
no fue tomada en cuenta por los primeros gobiernos revolucionarios,
explica parcialmente el actual desequilibrio. Aunque parezca increíble,
la mayor parte del país padece de sobrepoblación campesina. O más
exactamente: carecemos de tierras cultivables. Hay, además, otros dos
factores decisivos: ni la apertura de nuevas tierras al cultivo ha sido
suficiente, ni las nuevas industrias y centros de producción han
crecido con la rapidez necesaria para absorber a toda esa masa de
población sobrante, condenada así al subempleo. /En suma, con nuestros
recursos actuales no podemos crear, en la proporción indispensable, las
industrias y las empresas agrícolas que podrían dar ocupación al
excedente de brazos y bocas. Es claro que no sólo se trata de un
crecimiento demográfico excesivo sino de un progreso económico
insuficiente. Pero también es claro que nos enfrentamos a una situación
que rebasa las posibilidades reales del Estado y, aun, las de la nación
en su conjunto. ¿Cómo y dónde obtener esos recursos económicos y
técnicos? Esta pregunta, a la que se intentará contestar más adelante,
no debe hacerse aisladamente sino considerando el problema del
desarrollo económico en su totalidad. La industria no crece con la
velocidad que requiere el aumento de población y produce así el
subempleo; por su parte, el subempleo campesino retarda el desarrollo
de la industria, ya que no aumenta el número de consumidores. |
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La
Revolución también se propuso, según se dijo, la recuperación de las
riquezas nacionales. Los gobiernos revolucionarios, en particular el de
Cárdenas, decretaron la nacionalización del petróleo, los ferrocarriles
y otras industrias. Esta política nos enfrentó al imperialismo. El
Estado, sin renunciar a lo reconquistado, tuvo que ceder y suspender
las expropiaciones. (Debe agregarse, de paso, que sin la
nacionalización del petróleo hubiera sido imposible el desarrollo
industrial.) La Revolución no se limitó a expropiar: por medio de una
red de bancos e instituciones de crédito creó nuevas industrias
estatales, subvencionó otras (privadas o semiprivadas) y, en general,
intentó orientar en forma racional y de provecho público el desarrollo
económico. Todo esto —y muchas otras cosas más— fue realizado
lentamente y no sin tropiezos, errores e inmoralidades. Pero, así sea
con dificultad y desgarrado por terribles contradicciones, el rostro de
México empezó a cambiar. Poco a poco surgió una nueva clase obrera y
una burguesía. Ambas vivieron a la sombra del Estado y sólo hasta ahora
comienzan a cobrar vida autónoma. |
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La
tutela gubernamental de la clase obrera se inició como una alianza
popular: los obreros apoyaron a Carranza a cambio de una política
social más avanzada. Por la misma razón sostuvieron a Obregón y Calles.
Por su parte, el Estado protegió a las organizaciones sindicales. Pero
la alianza se convirtió en sumisión y los gobiernos premiaron a los
dirigentes con altos puestos públicos. El proceso se acentuó y consumó,
aunque parezca extraño, en la época de Cárdenas, el período más
extremista de la Revolución. Y fueron precisamente los dirigentes que
habían luchado contra la corrupción sindical los que entregaron las
organizaciones obreras. Se dirá que la política de Cárdenas era
revolucionaria: nada más natural que los sindicatos la apoyasen. Pero,
empujados por sus líderes, los sindicatos formaron parte, como un
sector más, del Partido de la Revolución, esto es, del partido
gubernamental/ Se frustró así la posibilidad de un partido obrero o, al
menos, de un movimiento sindical a la norteamericana, apolítico, sí,
pero autónomo y libre de toda ingerencia oficial. Los únicos que
ganaron fueron los líderes, que se convirtieron en profesionales de la
política: diputados, senadores, gobernadores. En los últimos años
asistimos, sin embargo, a un cambio: con creciente energía las
agrupaciones obreras recobran su autonomía, desplazan a los dirigentes
corrompidos y luchan por instaurar una democracia sindical. Este
movimiento puede ser una de las fuerzas decisivas en el renacimiento de
la vida democrática. Al mismo tiempo, dadas las características
sociales de nuestro país, la acción obrera, si se quiere eficaz, debe
evitar el sectarismo de algunos de los nuevos dirigentes y buscar la
alianza con los campesinos y con un nuevo sector, hijo también de la
Revolución: la clase media. Hasta hace poco la clase media era un grupo
pequeño, constituido por pequeños comerciantes y las tradicionales
"profesiones liberales" (abogados, médicos, profesores, etc.). El
desarrollo industrial y comercial y el crecimiento de la Administración
Pública han creado una numerosa clase media, cruda e ignorante desde el
punto de vista cultural y político pero llena de vitalidad. |
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Más
dueña de sí, más poderosa también, la burguesía no sólo ha logrado su
independencia sino que trata de incrustarse en el Estado, no ya como
protegida sino como directora única. El banquero sucede al general
revolucionario; el industrial aspira a desplazar al técnico y al
político. Estos grupos tienden a convertir al Gobierno, cada vez con
mayor exclusividad, en la expresión política de sus intereses. Pero
la.burguesía no forma un todo homogéneo: unos, herederos de la
Revolución mexicana (aunque a veces lo ignoren), están empeñados en
crear un capitalismo nacional;'otros, son simples intermediarios y
agentes del capital financiero internacional. Finalmente, según se ha
dicho, dentro del Estado hay muchos técnicos que a través de avances y
retrocesos, audacias y concesiones, continúan una política de interés
nacional, congruente con el pasado revolucionario. Todo esto explica la
marcha sinuosa del Estado y su deseo de "no romper el equilibrio".
Desde la época de Carranza, la /Revolución mexicana ha sido un
compromiso entre fuerzas opuestas: nacionalismo e imperialismo,
obrerismo y desarrollo industrial, economía dirigida y régimen de
"li-bre empresa", democracia y paternalismo estatal. |
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Nada
de lo logrado hubiese sido posible dentro del marco del capitalismo
clásico. Y aún más: sin la Revolución y sus gobiernos ni siquiera
tendríamos capitalistas mexicanos. En realidad, el capitalismo nacional
no sólo es consecuencia natural de la Revolución sino que, en buena
parte, es hijo, criatura del Estado revolucionario. Sin el reparto de
tierras, las grandes obras materiales, las empresas estatales y las de
"participación estatal", la política de inversiones públicas, los
subsidios directos o indirectos a la industria y, en general, sin la
intervención del Estado en la vida económica, nuestros banqueros y
"hombres de negocios" no habrían tenido ocasión de ejercer su actividad
o formarían parte del "personal nativo" de alguna compañía extranjera.
En un país que ini-cia su desarrollo económico con más de dos siglos de
retraso era indispensable acelerar el crecimiento "natural" de las
fuerzas productivas. Esta "aceleración" se llama: intervención del
Estado, dirección —así sea parcial— de la economía. Gracias a esta
política nuestra evolución es una de las más rápidas y constantes en
América. No se trata de bonanzas momentáneas o de progresos en un
sector aislado —como el petróleo en Venezuela o el azúcar en Cuba— sino
de un desarrollo más amplio y general. |
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Quizá el síntoma más significativo sea la tendencia a crear una "economía diversificada" y una industria "integrada", es decir, especializada en nuestros recursos. Dicho lo anterior, debe agregarse que aún no hemos logrado, ni con mucho, todo lo que era necesario e indispensable. No tenemos una industria básica, aunque contamos con una naciente siderurgia; no fabricamos máquinas que fabriquen máquinas y ni siquiera hacemos tractores; nos faltan todavía caminos, puentes, ferrocarriles; le hemos dado la espalda al mar: no tenemos puertos, marina e industria pesquera; nuestro comercio exterior se equilibra gracias al turismo y a los dólares que ganan en los Estados Unidos nuestros "braceros"... Y algo más decisivo: a pesar de la legislación nacionalista, el capital norteamericano es cada día más poderoso y determinante en los centros vitales de nuestra economía. En suma, aunque empezamos a contar con una industria, to-davía somos, esencialmente, un país productor de materias primas. Y esto significa: dependencia de las oscilaciones del mercado mundial, en lo exterior; y en lo interior: pobreza, diferencias atroces entre la vida de los ricos y los desposeídos, desequilibrio. | 10 |
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CON
CIERTA regularidad se discute si la política social y económica ha sido
o no acertada. Sin duda se trata de algo más complejo que la técnica y
que está más allá de los errores, imprevisiones o inmoralidades de
ciertos grupos. La verdad es que los recursos de que dispone la nación,
en su totalidad, son insuficientes para "financiar" el desarrollo
integral de México y aun para crear lo que los técnicos llaman la
"infraestructura económica", única base sólida de un progreso efectivo.
Nos faltan capitales y el ritmo interno de capitalización y reinversión
es todavía demasiado lento. Así, nuestro problema esencial consiste,
según el decir de los expertos, en obtener los recursos indispensables
para nuestro desarrollo. ¿Dónde y cómo? |
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Uno
de los hechos que caracterizan la economía mundial es el desequilibrio
que existe entre los bajos precios de las materias primas y los altos
precios de los productos manufacturados. Países como México —es decir:
la mayoría del planeta— están sujetos a los cambios continuos e
imprevistos del mercado mundial. Como lo han sostenido nuestros
delegados en multitud de conferencias interamericanas e
internacionales, ni siquiera es posible esbozar programas económicos a
largo plazo si no se suprime esta inestabilidad. Por otra parte, no se
llegará a reducir el desnivel, cada vez más profundo entre los países
"subdesarrollados" y los "avanzados" si estos últimos no pagan precios
justos por los productos primarios. Estos productos son nuestra fuente
principal de ingresos y, por tanto, constituyen la mejor posibilidad de
"financia-miento" de nuestro desarrollo económico. Por razones de sobra
conocidas, nada o muy poco se ha conseguido en este campo. Los países
"avanzados" sostienen imperturbables —como si viviésemos a principios
del siglo pasado— que se trata de "leyes naturales del mercado", sobre
las cuales el hombre tiene escasa influencia. La verdad es que se trata
de la ley del león. |
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Uno
de los remedios que más frecuentemente nos ofrecen los países
"avanzados" —señaladamente los Estados Unidos— es el de las inversiones
privadas extranjeras. En primer lugar, todo el mundo sabe que las
ganancias de esas inversiones salen del país, en forma de dividendos y
otros beneficios. Además, implican dependencia económica y, a la larga,
ingerencia política del exterior. Por otra parte, el capital privado no
se interesa en inversiones a largo plazo y de escaso rendimiento, que
son las que nosotros necesitamos; por el contrario, busca los campos
más lucrativos y que ofrezcan posibilidades de mejores y más rápidas
ganancias. En fin, el capitalista no puede ni desea someterse a un plan
general de desarrollo económico. |
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Sin
duda la mejor —y quizá la única— solución consiste en la inversión de
capitales públicos, ya sean préstamos gubernamentales o por medio de
las organizaciones internacionales. Los primeros entrañan condiciones
políticas o económicas y de ahí que se prefiera a los segundos. Como es
sabido, las Naciones Unidas y sus organismos especializados fueron
fundados, entre otros fines, con el de impulsar la evolución económica
y social de los países "subdesarrollados". Principios análogos postula
la Carta de la Organización de los Estados Americanos. Ante la
inestable situación mundial —reflejo, fundamentalmente, del
desequilibrio entre los "grandes" y los "subdesarrollados"— parecería
natural que se hubiese hecho algo realmente apreciable en este campo.
Lo cierto es que las sumas que se destinan a este objeto resultan
irrisorias, sobre todo si se piensa en lo que gastan las grandes
potencias en preparativos militares. Empeñadas en ganar la guerra de
mañana por medio de pactos guerreros con gobiernos efímeros e
impopulares, ocupadas en la conquista de la luna, olvidan lo que ocurre
en el subsuelo del planeta. Es evidente que nos encontramos frente a un
muro que, solos, no podemos ni saltar ni perforar. Nuestra política
exterior ha sido justa pero sin duda podríamos hacer más si nos unimos
a otros pueblos con problemas semejantes a los nuestros. La situación
de México, en este aspecto, no es distinta a la de la mayoría de los
países latinoamericanos, asiáticos y africanos. |
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La
ausencia de capitales puede remediarse de otra manera. Existe, ya lo
sabemos, un método de probada eficacia. Después de todo, el capital no
es sino trabajo humano acumulado. El prodigioso desarrollo de la Unión
Soviética —otro tanto podrá decirse, en breve, de China— no es más que
la aplicación de esta fórmula. Gracias a la economía dirigida, que
ahorra el despilfarro y la anarquía inherentes al sistema capitalista,
y al empleo "racional" de una inmensa mano de obra, dirigida a la
explotación de unos recursos también inmensos, en menos de medio siglo
la Unión Soviética se ha convertido en el único rival de los Estados
Unidos. Pero nosotros no tenemos ni la población ni los recursos,
materiales y técnicos, que exige un experimento de tales proporciones
(para no hablar de nuestra vecindad con los Estados Unidos y de otras
circunstancias históricas). Y, sobre todo, el empleo "racional" de la
mano de obra y la economía dirigida significan, entre otras cosas, el
trabajo a destajo (estajanovismo), los campos de concentración, las
labores forzadas, la deportación de razas y nacionalidades, la
supresión de los derechos elementales de los trabajadores y el imperio
de la burocracia. Los métodos de "acumulación socialista" —como los
llamaba el difunto Stalin— se han revelado bastante más crueles que los
sistemas de "acumulación primitiva" del capital, que con tanta justicia
indignaban a Marx y Engels. Nadie duda que el "socialismo" totalitario
puede transformar la economía de un país; es más dudoso que logre
liberar al hombre. Y esto último es lo único que nos interesa y lo
único que justifica una revolución. |
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Es
verdad que algunos autores, como Isaac Deutscher, piensan que una vez
creada la abundancia se iniciará, casi insensiblemente, el tránsito
hacia el verdadero socialismo y la democracia. Olvidan que mientras
tanto se han creado clases, o castas, dueñas absolutas del poder
político y económico. La historia muestra que nunca una clase ha cedido
voluntariamente sus privilegios y ganancias. La idea del "tránsito
insensible" hacia el socialismo es tan fantástica como el mito de la
"desaparición gradual del Estado" en labios de Stalin y sus sucesores.
Por supuesto que no son imposibles los cambios en la sociedad
soviética. Toda sociedad es histórica, quiero decir, condenada a la
transformación. Pero lo mismo puede decirse de los países capitalistas.
Ahora bien, lo característico de ambos sistemas, en este momento, es su
resistencia al cambio, su voluntad de no ceder ni a la presión exterior
ni a la interior. Y en esto reside el peligro de la situación: la
guerra antes que la transformación. |
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A
LA LUZ del pensamiento revolucionario tradicional aun desde la
perspectiva del liberalismo del siglo pasado— resulta escandalosa la
existencia, en pleno siglo XX, de anomalías históricas como los países
"subdesarrolla-dos" o la de un imperio "socialista" totalitario. Muchas
de las previsiones y hasta de los sueños del siglo XIX se han realizado
(las grandes revoluciones, los progresos de la ciencia y la técnica, la
transformación de la naturaleza, etc.) pero de una manera paradójica o
inesperada, que desafía la famosa lógica de la historia. Desde los
socialistas utópicos se había afirmado que la clase obrera sería el
agente principal de la historia mundial. Su función consistiría en
realizar una revolución en los países más adelantados y crear así las
bases de la liberación del hombre. Cierto, Lenin pensó que era posible
dar un salto histórico y confiar a la dictadura del proletariado la
tarea histórica de la burguesía: el desarrollo industrial. Creía,
probablemente, que las revoluciones en los países atrasados
precipitarían y aun desencadenarían el cambio revolucionario en los
países capitalistas. Se trataba de romper la cadena imperialista por el
eslabón más débil... Como es sabido, el esfuerzo que realizan los países "subdesarrollados" por industrializarse es, en cierto sentido, antieconómico e impone grandes sacrificios a la población. En realidad, se trata de un recurso heroico, en vista de la imposibilidad de elevar el nivel de vida de los pueblos por otros medios. Ahora bien, como solución mundial la autarquía es, a la postre, suicida; como remedio nacional, es un costoso experimento que pagan los obreros, los consumidores y los campesinos. Pero el nacionalismo de los países "subdesarrollados" no es una respuesta lógica sino la explosión fatal de una situación que las naciones "adelantadas" han hecho desesperada y sin salida. En cambio, la dirección racional de la economía mundial —es decir, el socialismo— habría creado eco-nomías complementarias y no sistemas rivales. Desaparecido el imperialismo y el mercado mundial de precios regulado, es decir, suprimido el lucro, los pueblos "subdesarrollados" hubieran contado con los recursos necesarios para llevar a cabo su transformación económica. La revolución socialista en Europa y los Estados Unidos habría facilitado el tránsito —ahora sí de una manera ra-cional y casi insensible— de todos los pueblos "atrasados" hacia el mundo moderno. |
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La
historia del siglo XX hace dudar, por lo menos, del valor de estas
hipótesis revolucionarias y, en primer término, de la función universal
de la clase obrera como encarnación del destino del mundo. Ni con la
mejor buena voluntad se puede afirmar que el proletariado ha sido el
agente decisivo en los cambios históricos de este siglo. Las grandes revoluciones de nuestra época —sin excluir a la soviética— se han realizado en países atrasados y los obreros han representado un segmento, casi nunca determinante, de grandes masas populares compuestas por campesinos, soldados, pequeña burguesía y miles de seres desarraigados por las guerras y las crisis. Esas masas informes han sido organizadas por pequeños grupos de profesionales de la revolución o del "golpe de Estado". Hasta las contrarrevoluciones, como el fascismo y el nazismo, se ajustan a este esquema. Lo más desconcertante, sin duda, es la ausencia de revolución socialista en Europa, es decir, en el centro mismo de la crisis contem-poránea. Parece inútil subrayar las circunstancias agravantes: Europa cuenta con el proletariado más culto, mejor organizado y con más antiguas tradiciones revolucionarias; asimismo, allá se han producido, una y otra vez, las "condiciones objetivas" propicias al asalto del poder. Al mismo tiempo, varias revoluciones aisladas —por ejemplo: en España y, hace poco, en Hungría —han sido reprimidas sin piedad y sin que se manifestase efectivamente la solidaridad obrera internacional. En cambio, hemos asistido a una regresión bárbara, la de Hitler, y a un renacimiento general del nacionalismo en todo el viejo continente. Finalmente, en lugar de la rebelión del proletariado organizado democráticamente, el siglo XX ha visto el nacimiento del "partido", esto es, de una agrupación nacional o internacional que combina el espíritu y la organización de dos cuerpos en los que la disciplina y la jerarquía son los valores decisivos: la Iglesia y el Ejército. Estos "partidos", que en nada se parecen a los viejos partidos políticos, han sido los agentes efectivos de casi todos los cambios operados después de la primera Guerra Mundial. |
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El
contraste con la periferia es revelador. En las colonias y en los
países "atrasados" no han cesado de producirse, desde antes de la
primera Guerra Mundial, una serie de trastornos y cambios
revolucionarios. Y la marea, lejos de ceder, crece de año en año. En
Asia y África el imperialismo se retira; su lugar lo ocupan nuevos
Estados con ideologías confusas pero que tienen en común dos ideas,
ayer apenas irreconciliables: el nacionalismo y las aspiraciones
revolucionarias de las masas. En América Latina, hasta hace poco
tranquila, asistimos al ocaso de los dictadores y a una nueva oleada
revolucionaria. En casi todas partes —trátese de Indonesia, Venezuela,
Egipto, Cuba o Ghana— los ingredientes son los mismos: nacionalismo,
reforma agraria, conquistas obreras y, en la cúspide, un Estado
decidido a llevar a cabo la industrialización y saltar de la época
feudal a la moderna. Poco importa, para la definición general del
fenómeno, que en ese empeño el Estado se alíe a grupos más o menos
poderosos de la burguesía nativa o que, como en Rusia y China, suprima
a las viejas clases y sea la burocracia la encargada de imponer la
transformación económica. El rasgo distintivo —y decisivo— es que no
estamos ante la revolución proletaria de los países "avan-zados" sino
ante la insurrección de las masas y pueblos que viven en la periferia
del mundo occidental. Anexados al destino de Occidente por el
imperialismo, ahora se vuelven sobre sí mismos, descubren su identidad
y se deciden a participar en la historia mundial. Los hombres y las formas políticas en que ha encarnado la insurrección de las naciones "atrasadas" es muy variada. En un extremo Ghandi; en el otro, Stalin; más allá, Mao Tse Tung. Hay mártires como Madero y Zapata, bufones como Perón, intelectuales como Nehru. La galería es muy variada: nada más distinto que Cárdenas, Tito o Nasser. Muchos de estos hombres hubieran sido inconcebibles, como dirigentes políticos, en el siglo pasado y aun en el primer tercio del que corre. Otro tanto ocurre con su lenguaje, en el que las fórmulas mesiánicas se alían a la ideología democrática y a la revolucionaria. Son los hombres fuertes, los políticos realistas; pero también son los inspirados, los soñadores y, a veces, los demagogos. Las masas los siguen y se reconocen en ellos... La filosofía política de estos movimientos posee el mismo carácter abigarrado. La democracia entendida a la occidental se mezcla a formas inéditas o bárbaras, que van desde la "democracia dirigida" de los indonesios hasta el idolátrico "culto a la personalidad" soviético, sin olvidar la respetuosa veneración de los mexicanos a la figura del Presidente. |
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Al
lado del culto al líder, el partido oficial, presente en todas partes.
A veces, como en México, se trata de una agrupación abierta, a la que
pueden pertenecer prácticamente todos los que desean intervenir en la
cosa pública y que abarca vastos sectores de la izquierda y de la
derecha. Lo mismo sucede en la India con el Partido del Congreso. Y
aquí conviene decir que uno de los rasgos más saludables de la
Revolución mexicana —debido, sin duda, tanto a la ausencia de una
ortodoxia política como al carácter abierto del partido— es la ausencia
de terror organizado. Nuestra falta de "ideología" nos ha preservado de
caer en esa tortuosa cacería humana en que se ha convertido el
ejercicio de la "virtud" política en otras partes. Hemos tenido, sí,
violencias populares, cierta ex-travagancia en la represión, capricho,
arbitrariedad, brutalidad, "mano dura" de algunos generales, "humor
negro", pero aun en sus peores momentos todo fue humano, es decir,
sujeto a la pasión, a las circunstancias y aun al azar y a la fantasía.
Nada más lejano de la aridez del espíritu de sistema y su moral
silogística y policíaca. En los países comunistas el partido es una
minoría, una secta cerrada y omnipotente, a un tiempo ejército,
administración e inquisición: el poder espiritual y el brazo seglar al
fin reunidos. Así ha surgido un tipo de Estado absolutamente nuevo en
la historia, en el que los rasgos revolucionarios, como la desaparición
de la propiedad privada y la economía dirigida, son indistinguibles de
otros arcaicos: el carácter sagrado del Estado y la divinización de los
jefes. Pasado, presente y futuro: progreso técnico y formas inferiores
de la magia política, desarrollo económico y esclavismo sindicalista,
ciencia y teología estatal: tal es el rostro prodigioso y aterrador de
la Unión Soviética. Nuestro siglo es una gran vasija en donde todos los
tiempos históricos hierven, se confunden y mezclan. |
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¿Cómo
es posible que la "inteligencia" contemporánea —pienso sobre todo en la
heredera de la tradición revolucionaria europea— no haya hecho un
análisis de la situación de nuestro tiempo, no ya desde la vieja
perspectiva del siglo pasado sino ante la novedad de esta realidad que
nos salta a los ojos? Por ejemplo: la polémica entre Rosa Luxemburgo y
Lenin acerca de la "espontaneidad revolucionaria de las masas" y la
función del Partido Comunista como "vanguardia del proletariado", quizá
cobraría otra significación a la luz de las respectivas condiciones de
Alemania y Rusia. Y del mismo modo: no hay duda de que la Unión
Soviética se parece muy poco a lo que pensaban Marx y Engels sobre lo
que podría ser un Estado obrero. Sin embargo, ese Estado existe; no es
una aberración ni una "equivocación de la historia". Es una realidad
enorme, evidente por sí misma y que se justifica de la única manera con
que se justifican los seres vivos: por el peso y plenitud de su
existencia. Un filósofo eminente como Lukacs, que ha dedicado tanto de
su esfuerzo a denunciar la "irracionalidad" progresiva de la filosofía
burguesa, no ha intentado nunca, en serio, el análisis de la sociedad
soviética desde el punto de vista de la razón. ¿Puede alguien afirmar
que era racional el estalinismo? ¿es racional el empleo de la
"dialéctica" por los comunistas y no se trata, simplemente, de una
racionalización de ciertas obsesiones, como sucede con otra clase de
neurosis? Y la "teoría de la dirección colectiva", la de los "caminos
diversos hacia el socialismo", el escándalo de Pasternak y... ¿todo
esto es racional? Por su parte, ningún intelectual europeo de
izquierda, ningún "marxólogo", se ha inclinado sobre el rostro borroso
e informe de las revoluciones agrarias y nacionalistas de América
Latina y Oriente para tratar de entenderlas como lo que son: un
fenómeno universal que requiere una nueva interpretación. Por supuesto
que es aún más desolador el silencio de la "inteligencia"
latinoamericana y asiática, que vive en el centro del torbellino. Claro
está que no sugiero abandonar los antiguos métodos o negar al marxismo,
al menos como instrumento de análisis histórico. Pero nuevos hechos —y
que contradicen tan radicalmente las previsiones de la teoría— exigen
nuevos instrumentos. O, por lo menos, afilar y aguzar los que poseemos.
Con mayor humildad y mejor sentido Trotski escribía, un poco antes de
morir, que si después de la segunda Guerra Mundial no surgía una
revolución en los países desarrollados quizá habría que revisar toda la
perspectiva histórica mundial. |
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LA
REVOLUCIÓN mexicana desemboca en la historia universal. Nuestra
situación, con diferencias de grado, sistema y "tiempo histórico", no
es muy diversa a la de muchos otros países de América Latina, Oriente y
África. Aunque nos hemos liberado del feudalismo, el caudillismo
militar y la Iglesia, nuestros problemas son, esencialmente, los
mismos. Esos problemas son inmensos y de di-fícil resolución, Muchos
peligros nos acechan. Muchas tentaciones, desde el "gobierno de los
banqueros" —es decir: de los intermediarios— hasta el cesarismo,
pasando por la demagogia nacionalista y otras formas espasmódicas de la
vida política. Nuestros recursos materiales son escasos y todavía no
nos enseñamos del todo a usarlos. Más pobres aún son nuestros
instrumentos intelectuales. Hemos pensado muy poco por cuenta propia;
todo o casi todo lo hemos visto y aprehendido en Europa y los Estados
Unidos. Las grandes palabras que dieron nacimiento a nuestros pueblos
tienen ahora un valor equívoco y ya nadie sabe exactamente qué quieren
de-*cir: Franco es demócrata y forma parte del "mundo libre". La
palabra comunismo designa a Stalin; socialismo quiere decir una reunión
de señores defensores del orden colonial. Todo parece una gigantesca
equivocación. Todo ha pasado como no debería haber pasado, decimos para
consolarnos. Pero somos nosotros los equivocados, no la historia.
Tenemos que aprender a mirar cara a cara la realidad. Inventar, si es
preciso, palabras nuevas e ideas nuevas para estas nuevas y extrañas
realida-des que nos han salido al paso. Pensar es el primer deber de la
"inteligencia". Y en ciertos casos, el único. |
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Mientras tanto ¿qué hacer? No hay recetas ya. Pero hay un punto de partida válido: nuestros problemas son nuestros y constituyen nuestra responsabilidad; sin embargo, son también los de todos. La situación de los latinoamericanos es la de la mayoría de los pueblos de la periferia. Por primera vez, desde hace más de trescientos años, hemos dejado de ser materia inerte sobre la que se ejerce la voluntad de los poderosos. Éramos objetos; empezamos a ser agentes de los cambios históricos y nuestros actos y nuestras omisiones afectan la vida de las grandes potencias. La imagen del mundo actual como una pelea entre dos gigantes (el resto está compuesto por amigos, ayudantes, criados y partidarios por fatalidad) es bastante superficial. El trasfondo —y, en verdad, la sustancia misma— de la historia contemporánea es la oleada revolucionaria de los pueblos de la periferia. Para Moscú, Tito es una realidad desagradable pero es una realidad. Lo mismo puede decirse de Nasser o Nehru para los occidentales. ¿Un tercer frente, un nuevo club de naciones, el club de los pobres? Quizá es demasiado pronto. O, tal vez, demasiado tarde: la historia va muy deprisa y el ritmo de expansión de los poderosos es más rápido que el de nuestro crecimiento. Pero antes de que la congelación de la vida histórica —pues a eso equivale el "empate" entre los grandes— se convierta en definitiva petrificación, hay posibilidades de acción concertada e inteligente. | 23 |
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Hemos olvidado que hay muchos como nosotros, dispersos y aislados. A los mexicanos nos hace falta una nueva sensibilidad frente a la América Latina; hoy esos países despiertan: ¿los dejaremos solos? Tenemos amigos desconocidos en los Estados Unidos y en Europa. Las luchas en Oriente están ligadas, de alguna manera, a las nuestras. Nuestro nacionalismo, si no es una enfermedad mental o una idolatría, debe desembocar en una búsqueda universal. Hay que partir de la conciencia de que nuestra situación de enajenación es la de la mayoría de los pueblos. Ser nosotros mismos será oponer al avance de los hielos históricos el rostro móvil del hombre. Tanto mejor si no tenemos recetas ni remedios patentados para nuestros males. Podemos, al menos, pensar y obrar con sobriedad y resolución. | 24 |
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El
objeto de nuestra reflexión no es diverso al que desvela a otros
hombres y a otros pueblos: ¿cómo crear una sociedad, una cultura, que
no niegue nuestra humanidad pero tampoco la convierta en una vana
abstracción? La pregunta que se hacen todos los hombres hoy no es
diversa a la que se hacen los mexicanos. Todo nuestro malestar, la
violencia contradictoria de nuestras reacciones, los estallidos de
nuestra intimidad y las bruscas explosiones de nuestra historia, que
fueron primero ruptura y negación de las formas petrificadas que nos
oprimían, tienden a resolverse en búsqueda y tentativa por crear un
mundo en donde no imperen ya la mentira, la mala fe, el disimulo, la
avidez sin escrúpulos, la violencia y la simulación. Una sociedad,
también, que no haga del hombre un instrumento y una dehesa de la
Ciudad. Una sociedad humana. |
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El
mexicano se esconde bajo muchas máscaras, que luego arroja un día de
fiesta o de duelo, del mismo modo que la nación ha desgarrado todas las
formas que la asfixiaban. Pero no hemos encontrado aún esa que
reconcilie nuestra libertad con el orden, la palabra con el acto y
ambos con una evidencia que ya no será sobrenatural, sino humana: la de
nuestros semejantes. En esa búsqueda hemos retrocedido una y otra vez,
para luego avanzar con más decisión hacia adelante. Y ahora, de pronto,
hemos llegado al límite: en unos cuantos años hemos agotado todas las
formas históricas que poseía Europa. No nos queda sino la desnudez o la
mentira. Pues tras este derrumbe general de la Razón y la Fe, de Dios y
la Utopía, no se levantan ya nuevos o viejos sistemas intelectuales,
capaces de albergar nuestra angustia y tranquilizar nuestro
desconcierto; frente a nosotros no hay nada. Estamos al fin solos. Como
todos los hombres. Como ellos, vivimos el mundo de la violencia, de la
simulación y del "ninguneo": el de la soledad cerrada, que si nos
defiende nos oprime y que al ocultarnos nos desfigura y mutila. Si nos
arrancamos esas máscaras, si nos abrimos, si, en fin, nos afrontamos,
empezaremos a vivir y pensar de verdad. Nos aguardan una desnudez y un
desamparo. Allí, en la soledad abierta, nos espera también la
trascendencia: las manos de otros solitarios. Somos, por primera vez en
nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres. |
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