征服と植民地:孤独の迷路05
Octavio Paz, 1950. El Laberinto de la soledad
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Octavio Paz, 1950. El Laberinto de la soledad. 第5章
いわゆる「他者」なるものは存在しない。すなわち、 これは理性的な信仰であり、人間の理性の有する、癒しがたい信念である。あたかも、すべてのものが遂に は必然的、且つ絶対的に「全一同一」であらねばならないかのように、同一性即現実性という等式が成り立つ。しかし、「他者」なるものは消滅することを拒 む。それは存続し、持続する。それは、理性では歯が立 たない堅い骨であるアベル・マルティン(Abel Martín, 1840-1898)は、理性的な信仰に劣らず人間味のある、詩的な信仰によって「他者」なるものを信じ、「存在のもつ本質的な異質性」を信じ、そして、 自己の存在がつねにその害を被る「他者性」とも呼ばるべき救いがたいものの存在を信じた。——アントニオ・マチャド(Antonio Machado, 1875-1939)(パス (Octavio Paz)「孤独の迷路(EL LABIRINTO DE LA SOLEDAD)」のエピグラムより)
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パチェーコ、ならびにその他の極端 |
2 |
メキシコ人の仮面 |
3 |
万霊祭 |
4 |
マリンチェの末裔 |
5 |
征服と植民地 |
6 |
独立から革命へ |
7 |
メキシコの知識階級 |
8 |
現代 |
9 |
孤独の弁証法 |
** |
追記 |
10 |
オリンピックとトラテロルコ |
11 |
発展およびその他の幻想 |
12 |
ピラミッド批判 |
CONQUISTA Y COLONIA
CUALQUIER
contacto con el pueblo mexicano, así sea fugaz, muestra que bajo las
formas occidentales laten todavía las antiguas creencias y costumbres.
Esos despojos, vivos aún, son testimonio de la vitalidad de las
culturas precortesianas. Y después de los descubrimientos de
ar-queólogos e historiadores ya no es posible referirse a esas
sociedades como tribus bárbaras o primitivas. Por encima de la
fascinación o del horror que nos produzcan, debe admitirse que los
españoles al llegar a México encontraron civilizaciones complejas y
refinadas. |
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Mesoamérica,
esto es, el núcleo de lo que sería más tarde Nueva España, era un
territorio que comprendía el centro y el sur del México actual y una
parte de Centroamérica. Al norte, en los desiertos y planicies
incultas, vagaban los nómadas, los chichimecas, como de manera genérica
y sin distinción de nación llamaban a los bárbaros los habitantes de la
Mesa Central. Las fronteras entre unos y otros eran inestables, como
las de Roma. Los últimos siglos de Mesoamérica pueden reducirse, un
poco sumariamente, a la historia del encuentro entre las oleadas de
cazadores norteños, casi todos pertenecientes a la familia náhuatl, y
las poblaciones sedentarias. Los aztecas son los últimos en
establecerse en el Valle de México. El previo trabajo de erosión de sus
predecesores y el desgaste de los resortes íntimos de las viejas
culturas locales, hizo posible que acometieran la empresa
extraordinaria de fundar lo que Arnold Toynbee llama un Imperio
Universal, erigido sobre los restos de las antiguas sociedades. Los
españoles, piensa el historiador inglés, no hicieron sino sustituirlos,
resolviendo en una síntesis política la tendencia a la disgregación que
amenazaba al mundo mesoamericano. |
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Cuando
se reflexiona en lo que era nuestro país a la llegada de Cortés,
sorprende la pluralidad de ciudades y culturas, que contrasta con la
relativa homogeneidad de sus rasgos más característicos. La diversidad
de los núcleos indígenas, y las rivalidades que los desgarraban, indica
que Mesoamérica estaba constituida por un conjunto de pueblos, naciones
y culturas autónomas, con tradiciones propias, exactamente como el
Mediterráneo y otras áreas culturales. Por sí misma Mesoamérica era un
mundo histórico. |
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Por
otra parte, la homogeneidad cultural de esos centros muestra que la
primitiva singularidad de cada cultura había sido sustituida, en época
acaso no muy remota, por formas religiosas y políticas uniformes. En
efecto, las culturas madres, en el centro y en el sur, se habían
extinguido hacía ya varios siglos. Sus sucesores habían combinado y
recreado toda aquella variedad de expresiones locales. Esta tarea de
síntesis había culminado en la erección de un modelo, el mismo, con
leves diferencias, para todos. |
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A
pesar del justo descrédito en que han caído las analogías históricas,
de las que se ha abusado con tanto brillo como ligereza, es imposible
no comparar la imagen que nos ofrece Mesoamérica al comenzar el siglo
XVI, con la del mundo helenístico en el momento en que Roma inicia su
carrera de potencia universal. La existencia de varios grandes Estados,
y la persistencia de un gran número de ciudades independientes,
especialmente en la Grecia insular y continental, no impiden, sino
sub-rayan, la uniformidad cultural de ese universo. Seléucidas,
tolomeos, macedonios y muchos pequeños y efímeros estados, no se
distinguen entre sí por la diversidad y originalidad de sus respectivas
sociedades, sino por las rencillas que fatalmente los dividen. Otro
tanto puede decirse de las sociedades mesoamericanas. En unas y otras
diversas tradiciones y herencias culturales se mezclan y acaban por
fundirse. La homogeneidad cultural contrasta con las querellas
perpetuas que los dividen. |
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En
el mundo helenístico la uniformidad se logró a través del predominio de
la cultura griega, que absorbe a las culturas orientales. Es difícil
determinar cuál fue el elemento unificador de las sociedades indígenas.
Una hipótesis, que no tiene más valor que el de apoyarse en una simple
reflexión, hace pensar que el papel realizado por la cultura griega en
el mundo antiguo fue cumplido en Mesoamérica por la cultura, aún sin
nombre propio, que floreció en Tula y Teotihuacán, y a la que, no sin
inexactitud, se llama "tolteca". La influencia de las culturas de la
Mesa Central en el sur, especialmente en el área ocupada por el llamado
segundo Imperio maya, justifica esta idea. Es notable que no exista
influencia maya en Teotihuacán. Chichén-Itzá, por el contrario, es una
ciudad "tolteca". Todo parece indicar, pues, que en cierto momento las
formas culturales del centro de México terminaron por extenderse y
predominar. Desde un punto de vista muy general se ha descrito a Mesoamérica como un área histórica uniforme, determinada por la presencia constante de ciertos elementos comunes a todas las culturas: agricultura del maíz, calendario ritual, juego de pelota, sacrificios humanos, mitos solares y de la vegetación semejantes, etc. Se dice que todos esos elementos son de origen suriano y que fueron asimilados una y otra vez por las inmigraciones norteñas. Así, la cultura mesoamericana sería el fruto de diversas creaciones del Sur, recogidas, desarrolladas y sistematizadas por grupos nómadas. Este esquema olvida la originalidad de cada cultura local. La semejanza que se observa entre las concepciones religiosas, políticas y míticas de los pueblos indoeuropeos, por ejemplo, no niega la originalidad de cada uno de ellos. De todos modos, y más allá de la originalidad particular de cada cultura, es evidente que todas ellas, decadentes o debilitadas, estaban a punto de ser absorbidas por el Imperio azteca, heredero de las civilizaciones de la Meseta. |
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Aquellas
sociedades estaban impregnadas de religión. La misma sociedad azteca
era un Estado teocrático y militar. Así, la unificación religiosa
antecedía, completaba o correspondía de alguna manera a la unificación
política. Con diversos nombres, en lenguas distintas, pero con
ceremonias, ritos y significaciones muy parecidos, cada ciudad
precortesiana adoraba a dioses cada vez más se-mejantes entre sí. Las
divinidades agrarias —los dioses del suelo, de la vegetación y de la
fertilidad, como Tláloc—y los dioses nórdicos —celestes, guerreros y
cazadores, como Tezcatlipoca, Huitzilopochtli, Mixcóatl— convivían en
un mismo culto. El rasgo más acusado de la religión azteca en el
momento de la Conquista es la incesante especulación teológica que
refundía, sistematizaba y unificaba creencias dispersas, propias y
ajenas. Esta síntesis no era el fruto de un movimiento religioso
popular, como las religiones proletarias que se difunden en el mundo
antiguo al iniciarse el cristianismo, sino la tarea de una casta,
colocada en el pináculo de la pirámide social. Las sistematizaciones,
adaptaciones y reformas de la casta sacerdotal reflejan que en la
esfera de las creencias también se procedía por superposición
—característica de las ciudades prehispánicas—. Del mismo modo que una
pirámide azteca recubre a veces un edificio más antiguo, la unificación
religiosa solamente afectaba a la superficie de la conciencia, dejando
intactas las creencias primitivas. Esta situación prefiguraba la que
introduciría el catolicismo, que también es una religión superpuesta a
un fondo religioso original y siempre viviente. Todo preparaba la
dominación española. |
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La
Conquista de México sería inexplicable sin estos antecedentes. La
llegada de los españoles parece una liberación a los pueblos sometidos
por los aztecas. Los diversos estados-ciudades se alían a los
conquistadores o contemplan con indiferencia, cuando no con alegría, la
caída de cada uno de sus rivales y en particular del más poderoso:
Tenochtitlán. Pero ni el genio político de Cor-tés, ni la superioridad
técnica —ausente en hechos de armas decisivos como la batalla de
Otumba—, ni la defección de vasallos y aliados, hubieran logrado la
ruina del Imperio azteca si éste no hubiese sentido de pronto un
desfallecimiento, una duda íntima que lo hizo vacilar y ceder. Cuando
Moctezuma abre las puertas de Tenochtitlán a los españoles y recibe a
Cortés con presentes, los aztecas pierden la partida. Su lucha final es
un suicido y así lo dan a entender todos los textos que tenemos sobre
este acontecimiento grandioso y sombrío. |
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¿Por
qué cede Moctezuma? ¿Por qué se siente extrañamente fascinado por los
españoles y experimenta ante ellos un vértigo que no es exagerado
llamar sagrado —el vértigo lúcido del suicida ante el abismo? Los
dioses lo han abandonado. La gran traición con que comienza la historia
de México no es la de los tlaxcaltecas, ni la de Moctezuma y su grupo,
sino la de los dioses. Ningún otro pueblo se ha sentido tan totalmente
desamparado como se sintió la nación azteca ante los avisos, profecías
y signos que anunciaron su caída. Se corre el riesgo de no comprender
el sentido que tenían esos signos y profecías para los indios si se
olvida su concepción cíclica del tiempo. Según ocurre con muchos otros
pueblos y civilizaciones, para los aztecas el tiempo no era una medida
abstracta y vacía de contenido, sino algo concreto, una fuerza,
sustancia o fluido que se gasta y consume. De ahí la necesidad de los
ritos y sacrificios destinados a revigorizar el año o el siglo. Pero el
tiempo —o más exactamente: los tiempos— además de constituir algo vivo
que nace, crece, decae, renace, era una sucesión que regresa. Un tiempo
se acaba; otro vuelve. La llegada de los españoles fue interpretada por
Moctezuma —al menos al principio— no tanto como un peligro "exterior"
sino como el acabamiento interno de una era cósmica y el principio de
otra. Los dioses se van porque su tiempo se ha acabado; pero regresa
otro tiempo y con él otros dioses, otra era. |
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Resulta
más patética esta deserción divina cuando se piensa en la juventud y
vigor del naciente Estado. Todos los viejos imperios, como Roma y
Bizancio, sienten la seducción de la muerte al final de su historia.
Los ciudadanos se alzan de hombros cuando llega, siempre tardío, el
golpe final del extraño. Hay un cansancio imperial y la servidumbre
parece carga ligera al que siente la fatiga del poder. Los aztecas
experimentan el calosfrío de la muerte en plena juventud, cuando
marchaban hacia la madurez. En suma, la conquista de México es un hecho
histórico en el que intervienen muchas y muy diversas circunstancias,
pero se olvida con frecuencia la que me parece más significativa: el
suicidio del pueblo azteca. Recordemos que la fascinación ante la
muerte no es tan-to un rasgo de madurez o de vejez como de juventud.
Mediodía y medianoche son horas de suicidio ritual. Al mediodía,
durante un instante, todo se detiene y vacila; la vida, como el sol, se
pregunta a sí misma si vale la pena seguir. En ese momento de
inmovilidad, que es también de vértigo, a la mitad de su carrera, el
pueblo azteca alza la cara: los signos celestes le son adversos. Y
siente la atracción de la muerte: Je pense, sur le bord doré de l'univers A ce goüt de périr qui prend la Pythonise En qui mugit l'espoir que le monde finisse. |
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Una
parte del pueblo azteca desfallece y busca al invasor. La otra, sin
esperanza de salvación, traicionada por todos, escoge la muerte. Ante
la sola presencia de los españoles se produce una escisión en la
sociedad azteca, que corresponde al dualismo de sus dioses, de su
sistema religioso y de sus castas superiores. |
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La
religión azteca, como la de todos los pueblos conquistadores, era una
religión solar. En el sol, el dios que es fuente de vida, el dios
pájaro, y en su marcha que rompe las tinieblas y se establece en el
centro del cielo como un ejército vencedor en medio de un campo de
batalla, el azteca condensa todas las aspiraciones y empresas guerreras
de su pueblo. Pues los dioses no son meras representaciones de la
naturaleza. Encarnan también los deseos y la voluntad de la sociedad,
que se autodiviniza en ellos. Huitzilopochdi, el guerrero del sur, "es
el dios tribal de la guerra y del sacrificio... y comienza su carrera
con una matanza. Quetzalcóatl-Nanauatzin es el dios-sol de los
sacerdotes, que ven en el autosacrificio voluntario la más alta
expresión de su doctrina del mundo y de la vida: Quetzalcóatl es un
rey-sacerdote, respetuoso de los ritos y de los decretos del destino,
que no combate y que se da la muerte para renacer. Huitzilopochtli, al
contrario, es el sol-héroe de los guerreros, que se defiende, que lucha
y que triunfa, invictus sol que abate a sus enemigos con las llamas de
su xiucoatl. Cada una de estas personalidades divinas corresponde al
ideal de una de las fracciones principales de la clase dirigente". |
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La
dualidad de la religión azteca, reflejo de su división
teocrático-militar y de su sistema social, corresponde también a los
impulsos contradictorios que habitan cada ser y cada grupo humano. El
instinto de la muerte y el de la vida disputan en cada uno de nosotros.
Esas tendencias profundas impregnan la actividad de clases, castas e
individuos y en los momentos críticos se manifiestan con toda desnudez.
La victoria del instinto de la muerte revela que el pueblo azteca
pierde de pronto la conciencia de su destino. Cuauhtémoc lucha a
sabiendas de la derrota. En esta íntima y denodada aceptación de su
pérdida radica el carácter trágico de su combate. Y el drama de esta
conciencia que ve derrumbarse todo en torno suyo, y en primer término
sus dioses, creadores de la grandeza de su pueblo, parece presidir
nuestra historia entera. Cuauhtémoc y su pueblo mueren solos,
abandonados de amigos, aliados, vasallos y dioses. En la orfandad. |
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La
caída de la sociedad azteca precipita la del resto del mundo indio.
Todas las naciones que lo componían son presa del mismo horror, que se
expresó casi siempre como fascinada aceptación de la muerte. Pocos
documentos son tan impresionantes como los escasos que nos restan sobre
esa catástrofe que sumió en una inmensa tristeza a muchos seres. He
aquí el testimonio maya, según lo relata el Chilam Balam de Chumayel:
"El II Ahan Katun llegaron los extranjeros de barbas rubias, los hijos
del sol, los hombres de color claro. ¡Ay, entristezcámonos porque
llegaron!... El palo del blanco bajará, vendrá del cielo, por todas
partes vendrá.... Triste estará la palabra de Hunab-Ku, Única-deidad
para nosotros, cuando se extienda por toda la tierra la palabra del
Dios de los cielos..." Y más adelante: "será el comenzar de los
ahorcamientos, el estallar del rayo en el extremo del brazo de los
blancos", (las armas de fuego)... "cuando caiga sobre los Hermanos el
rigor de la pelea, cuando les caiga el tributo en la gran entrada del
cristianismo, cuando se funde el principio de los Siete Sacramentos,
cuando comience el mucho trabajar en los pueblos y la miseria se
establezca en la tierra". |
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EL
CARÁCTER de la Conquista es igualmente complejo desde la perspectiva
que nos ofrecen los testimonios legados por los españoles. Todo es
contradictorio en ella. Como la Reconquista, es una empresa privada y una hazaña nacional. Cortés y el Cid guerrean, por su cuenta, bajo su responsabilidad y contra la voluntad de sus señores, pero en nombre y provecho del Rey. Son vasallos, rebeldes y cruzados. En su conciencia y en la de sus ejércitos, combaten nociones opuestas: los intereses de la Monarquía y los individuales, los de la fe y los del lucro. Y cada conquistador, cada misionero y cada burócrata es un campo de batalla. Si, aisladamente considerados, cada uno representa a los grandes poderes que se disputan la dirección de la sociedad —el feudalismo, la Iglesia y la Monarquía absoluta—, en su interior pelean otras tendencias. Las mismas que distinguen a España del resto de Europa y que la hacen, en el sentido literal de la palabra, una nación excéntrica. |
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España
es la defensora de la fe y sus soldados los guerreros de Cristo. Esta
circunstancia no impide al Emperador y a sus sucesores sostener
polémicas encarnizadas con el Papado, que el Concilio de Trento no hace
cesar completamente. España es una nación todavía medieval y muchas de
las instituciones que erige en la Colonia y muchos de los hombres que
las establecen son medievales. Al mismo tiempo, el Descubrimiento y la
Conquista de América son una empresa renacentista. Así, España
participa también en el Renacimiento —a menos que se piense que sus
hazañas ultramarinas, consecuencia de la ciencia, la técnica y aun de
los sueños y utopías renacen-tistas, no forman parte de ese movimiento
histórico. |
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Por
otra parte, los conquistadores no son nada más repeticiones del
guerrero medieval, que lucha contra moros e infieles. Son aventureros,
esto es, gente que se interna en los espacios abiertos y se arriesga en
lo desconocido, rasgo también renacentista. El caballero medieval, por
el contrario, vive en un mundo cerrado. Su gran empresa fueron las
Cruzadas, acontecimiento histórico de signo distinto a la Conquista de
América. El primero fue un rescate: el segundo, un descubrimiento y una
fundación. Y, en fin, muchos de los conquistadores —Cortés, Jiménez de
Quesada— son figuras inconcebibles en la Edad Media. Sus gustos
literarios tanto como su realismo político, su conciencia de la obra
que realizan tanto como lo que Ortega y Gasset llamaría "su estilo de
vida", tienen escasa relación con la sensibilidad medieval. |
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Si
España se cierra al Occidente y renuncia al porvenir en el momento de
la Contrarreforma, no lo hace sin antes adoptar y asimilar casi todas
las formas artísticas del Renacimiento: poesía, pintura, novela,
arquitectura. Esas formas —amén de otras filosóficas y políticas—,
mezcladas a tradiciones e instituciones españolas de entraña medieval,
son transplantadas a nuestro Continente. Y es significativo que la
parte más viva de la herencia española en América esté constituida por
esos elementos universales que España asimiló en un período también
universal de su historia. La ausencia de casticismo, tradicionalismo y
españolismo —en el sentido medieval que se ha querido dar a la palabra:
costra y cáscara de la casta Castilla—es un rasgo permanente de la
cultura hispanoamericana, abierta siempre al exterior y con voluntad de
universalidad. Ni Juan Ruiz de Alarcón, ni Sor Juana, ni Darío, ni
Bello, son espíritus tradicionales, castizos. La tradición española que
heredamos los hispanoamericanos es la que en España misma ha sido vista
con desconfianza o desdén: la de los heterodoxos, abiertos hacia Italia
o hacia Francia. Nuestra cultura, como una parte de la española, es
libre elección de unos cuantos espíritus. Y así, según apuntaba Jorge
Cuesta, se define como una libertad frente al pasivo tradicionalismo de
nuestros pueblos. Es una forma, a veces superpuesta o indiferente o la
realidad que la sustenta. En ese carácter estriba su grandeza y
también, en algunos casos, su vacuidad o su impotencia. El crecimiento
de nuestra lírica —que es por naturaleza diálogo entre el poeta y el
Mundo— y la relativa pobreza de nuestras formas épicas y dramáticas,
reside acaso en este carácter ajeno, desprendido de la realidad, de
nuestra tradición. |
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La
disparidad de elementos y tendencias que se observan en la Conquista no
enturbia su clara unidad histórica. Todos ellos reflejan la naturaleza
del Estado español, cuyo rasgo más notable consistía en ser una
creación artificial, una construcción política en el más estricto de
los significados de la palabra. La monarquía española nace de una
violencia: la que los Reyes Católicos y sus sucesores imponen a la
diversidad de pueblos y naciones sometidos a su dominio. La unidad
española fue, y sigue siendo, fruto de la voluntad política del Estado,
ajena a la de los elementos que la componen (el catolicismo español
siempre ha vivido en función de esa voluntad. De ahí, quizá, su tono
beligerante, autoritario e inquisitorial.) La rapidez con que el Estado
español asimila y organiza las conquistas que realizan los particulares
muestra que una misma voluntad, perseguida con cierta coherente
inflexibilidad, anima las empresas europeas y las de ultramar. Las
colonias alcanzaron en poco tiempo una complejidad y perfección que
contrasta con el lento desarrollo de las fundadas por otros países. La
previa existencia de sociedades estables y maduras facilitó, sin duda,
la tarea de los españoles, pero es evidente la voluntad hispana de
crear un mundo a su imagen. En 1604, a menos de un siglo de la caída de
Tenochtitlán, Balbuena da a conocer la Grandeza Mexicana. |
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En
resumen, se contemple la Conquista desde la perspectiva indígena o
desde la española, este acontecimiento es expresión de una voluntad
unitaria. A pesar de las contradicciones que la constituyen, la
Conquista es un hecho histórico destinado a crear una unidad de la
pluralidad cultural y política precortesiana. Frente a la variedad de
razas, lenguas, tendencias y Estados del mundo prehispánico, los
españoles postulan un solo idioma, una sola fe, un solo Señor. Si
México nace en el siglo XVI, hay que convenir que es hijo de una doble
violencia imperial y unitaria: la de los aztecas y la de los españoles. |
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El
Imperio que funda Cortés sobre los restos de las viejas culturas
aborígenes era un organismo subsidiario, satélite del sol hispano. La
suerte de los indios pudo ser así la de tantos pueblos que ven
humillada su cultura nacional, sin que el nuevo orden —mera
superposición tiránica— abra sus puertas a la participación de los
dominados. Pero el Estado fundado por los españoles fue un orden
abierto. Y esta circunstancia, así como las modalidades de la
participación de los vencidos en la actividad central de la nueva
sociedad: la religión, merecen un examen detenido. La historia de
México, y aun la de cada mexicano, arranca precisamente de esa
situación. Así pues, el estudio del orden colonial es imprescindible.
La determinación de las notas más salientes de la religiosidad colonial
—sea en sus manifestaciones populares o en las de sus espíritus más
representativos—nos mostrará el sentido de nuestra cultura y el origen
de muchos de nuestros conflictos posteriores. |
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LA
PRESTEZA con que el Estado español —eliminando ambiciones de
encomenderos, infidelidades de oidores y rivalidades de toda índole—
recrea las nuevas posesiones a imagen y semejanza de la Metrópoli, es
tan asombrosa como la solidez del edificio social que construye. La
sociedad colonial es un orden hecho para durar. Quiero decir, una
sociedad regida conforme a principios jurídicos, económicos y
religiosos plenamente coherentes entre sí y que establecían una
relación viva y armónica entre las partes y el todo. Un mundo
suficiente, cerrado al exterior pero abierto a lo ultraterreno. |
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Es
muy fácil reír de la pretensión ultraterrena de la sociedad colonial. Y
más fácil aún denunciarla como una forma vacía, destinada a encubrir
los abusos de los conquistadores o a justificarlos ante sí mismos y
ante sus víctimas. Sin duda esto es verdad, pero no lo es menos que esa
aspiración ultraterrena no era un simple añadido, sino una fe viva y
que sustentaba, como la raíz al árbol, fatal y necesariamente, otras
formas culturales y económicas. El catolicismo es el centro de la
sociedad colonial porque de verdad es la fuente de vida que nutre las
actividades, las pasiones, las virtudes y hasta los pecados de siervos
y señores, de funcionarios y sacerdotes, de comerciantes y militares.
Gracias a la religión el orden colonial no es una mera superposición de
nuevas formas históricas, sino un organismo viviente. Con la llave del
bautismo el catolicismo abre las puertas de la sociedad y la convierte
en un orden universal, abierto a todos los pobladores. Y al hablar de
la Iglesia Católica, no me refiero nada más a la obra apostólica de los
misioneros, sino a su cuerpo entero, con sus santos, sus prelados
rapaces, sus eclesiásticos pedantes, sus juristas apasionados, sus
obras de caridad y su atesoramiento de riquezas. |
23 |
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Es
cierto que los españoles no exterminaron a los indios porque
necesitaban la mano de obra nativa para el cultivo de los enormes
feudos y la explotación minera. Los indios eran bienes que no convenía
malgastar. Es difícil que a esta consideración se hayan mezclado otras
de carácter humanitario. Semejante hipótesis hará sonreír a cualquier
que conozca la conducta de los encomenderos con los indígenas. Pero sin
la Iglesia el destino de los indios habría sido muy diverso. Y no
pienso solamente en la lucha emprendida para dulcificar sus condiciones
de vida y organizarlos de manera más justa y cristiana, sino en la
posibilidad que el bautismo les ofrecía de formar parte, por la virtud
de la consagración, de un orden y de una Iglesia. Por la fe católica
los indios, en situación de orfandad, rotos los lazos con sus antiguas
culturas, muertos sus dioses tanto como sus ciudades, encuentran un
lugar en el mundo. Esa posibilidad de pertenecer a un orden vivo, así
fuese en la base de la pirámide social, les fue despiadadamente negada
a los nativos por los protestantes de Nueva Inglaterra. Se olvida con
frecuencia que pertenecer a la fe católica significaba encontrar un
sitio en el Cosmos. La huida de los dioses y la muerte de los jefes
habían dejado al indígena en una soledad tan completa como difícil de
imaginar para un hombre moderno. El catolicismo le hace reanudar sus
lazos con el mundo y el trasmundo. Devuelve sentido a su presencia en
la tierra, alimenta sus esperanzas y justifica su vida y su muerte. |
24 |
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Resulta
innecesario añadir que la religión de los indios, como la de casi todo
el pueblo mexicano, era una mezcla de las nuevas y las antiguas
creencias. No podía ser de otro modo, pues el catolicismo fue una
religión impuesta. Esta circunstancia, de la más alta trascendencia
desde otro punto de vista, carecía de interés inmediato para los nuevos
creyentes. Lo esencial era que sus relaciones sociales, humanas y
religiosas con el mundo circundante y con lo Sagrado se habían
restablecido. Su existencia particular se insertaba en un orden más
vasto. No por simple devoción o servilismo los indios llamaban "tatas" a los misioneros y "madre" a la Virgen de Guadalupe |
25 |
|
La
diferencia con las colonias sajonas es radical. Nueva España conoció
muchos horrores, pero por lo menos ignoró el más grave de todos:
negarle un sitio, así fuere el último en la escala social, a los
hombres que la componían. Había clases, castas, esclavos, pero no había
parias, gente sin condición social determinada o sin estado jurídico,
moral o religioso. La diferencia con el mundo de las modernas
sociedades totalitarias es también decisiva. |
26 |
|
Es
cierto que Nueva España, al fin y al cabo sociedad satélite, no creó un
arte, un pensamiento, un mito o formas de vida originales. (Las únicas
creaciones realmente originales de América —y no excluyo naturalmente a
los Estados Unidos— son las precolombinas.) También es cierto que la
superioridad técnica del mundo colonial y la introducción de formas
culturales más ricas y comple-jas que las mesoamericanas, no bastan
para justificar una época. Pero la creación de un orden universal,
logro extraordinario de la Colonia, sí justifica a esa sociedad y la
redime de sus limitaciones. La gran poesía colonial, el arte barroco,
las Leyes de Indias, los cronistas, historia-dores y sabios y, en fin,
la arquitectura novohispana, en la que todo, aun los frutos fantásticos
y los delirios profanos, se armoniza bajo un orden tan riguroso como
amplio, no son sino reflejos del equilibrio de una sociedad en la que
también todos los hombres y todas las razas encontraban sitio,
justificación y sentido. La sociedad estaba regida por un orden
cristiano que no es distinto al que se admira en templos y poemas. |
27 |
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No
pretendo justificar a la sociedad colonial. En rigor, mientras subsista
esta o aquella forma de opresión, ninguna sociedad se justifica. Aspiro
a comprenderla como una totalidad viva y, por eso, contradictoria. Del
mismo modo me niego a ver en los sacrificios humanos de los aztecas una
expresión aislada de crueldad sin relación con el resto de esa
civilización: la extracción de corazo-nes y las pirámides monumentales,
la escultura y el canibalismo ritual, la poesía y la "guerra florida",
la teocracia y los mitos grandiosos son un todo indisoluble. Negar esto
es tan infantil como negar el arte gótico o a la poesía provenzal en
nombre de la situación de los siervos medievales, negar a Esquilo
porque había esclavos en Atenas. La historia tiene la realidad atroz de
una pe-sadilla; la grandeza del hombre consiste en hacer obras hermosas
y durables con la sustancia real de esa pesadilla. O dicho de otro
modo: transfigurar la pesadilla en visión, liberamos, así sea por un
instante, de la realidad disforme por medio de la creación. |
28 |
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DURANTE
siglos España digiere y perfecciona las ideas que le habían dado el
ser. La actividad intelectual no deja de ser creadora, pero solamente
en la esfera del arte y dentro de los límites que se sabe. La crítica
—que en esos siglos y en otras partes es la más alta forma de creación—
existe apenas en ese mundo cerrado y satisfecho. Hay, sí, la sátira, la
disputa teológica y una actividad constante por extender, perfeccionar
y hacer más sólido el edificio que albergaba a tantos y tan diversos
pueblos. Pero los principios que rigen a la sociedad son inmutables e
intocables. España no inventa ya, ni descubre: se extiende, se
defiende, se recrea. No quiere cambiar, sino durar. Y otro tanto ocurre
con sus posesiones ultramarinas. Superada la primera época de borrascas
y disturbios, la Colonia padece crisis periódicas —como la que
atraviesan Sigüenza y Góngora y Sor Juana— pero ninguna de ellas toca
las raíces del régimen o pone en tela de juicio los principios en que
se funda. |
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El mundo colonial era proyección de una sociedad que había ya alcanzado su madurez y estabilidad en Europa. Su originalidad es escasa. Nueva España no busca, ni inventa: aplica y adapta. Todas sus creaciones, incluso la de su propio ser, son reflejos de las españolas. Y la per-meabilidad con que lentamente las formas hispánicas aceptan las modificaciones que les impone la realidad novohispana, no niega el carácter conservador de la Colonia. Las sociedades tradicionales, observa Ortega y Gasset, son realistas: desconfían de los saltos bruscos pero cambian despacio, aceptando las sugestiones de la realidad. La "Grandeza Mexicana" es la de un sol inmóvil, mediodía prematuro que ya nada tiene que conquistar sino su descomposición. | 30 |
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La
especulación religiosa había cesado desde hacía siglos. La doctrina
estaba hecha y se trataba sobre todo de vivirla. La Iglesia se
inmoviliza en Europa, a la defensiva. La escolástica se defiende mal,
como las pesadas naves españolas, presa de las más ligeras de
holandeses e ingleses. La decadencia del catolicismo europeo coincide
con su apogeo hispanoamericano: se extiende en |
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tierras
nuevas en el momento en que ha dejado de ser creador. Ofrece una
filosofía hecha y una fe petrificada, de modo que la originalidad de
los nuevos creyentes no encuentra ocasión de manifestarse. Su adhesión
es pasiva. El fervor y la profundidad de la religiosidad mexicana
contrasta con la relativa pobreza de sus creaciones. No poseemos una
gran poesía religiosa, como no tenemos una filosofía original, ni un
solo místico o reformador de importancia. Esta situación paradójica —y
no por eso menos real— explica buena parte de nuestra historia y es el
origen de muchos de nuestros conflictos psíquicos. El catolicismo
ofrece un refugio a los descendientes de aquéllos que habían visto la
exterminación de sus clases dirigentes, la destrucción de sus templos y
manuscritos y la supresión de las formas superiores de su cultura pero,
por razón misma de su decadencia europea, les niega toda posibilidad de
expresar su singularidad. Así, redujo la par-ticipación de los fieles a
la más elemental y pasiva de las actitudes religiosas. Pocos podían
alcanzar una comprensión más entera de sus nuevas creencias. Y la
inmovilidad de éstas, así como la del enmohecido aparato escolástico,
hacía más difícil toda participación creadora. Agréguese que el
conjunto de los creyentes descendía de las clases inferiores de la
antigua sociedad. Por tal razón, eran gente con una tradición cultural
pobre (los depositarios del saber mágico y religioso, guerreros y
sacerdotes, habían sido exterminados o españolizados). En suma, la
creación religiosa estaba vedada a los creyentes a consecuencia de las
circunstancias que determinaban su participación. De ahí la relativa
infecundidad del catolicismo colonial, sobre todo si se recuerda su
fertilidad entre bárbaros y romanos, cristianizados en el momento en
que la religión era la única fuerza viva del mundo antiguo. No es
difícil, pues, que nuestra actitud antitradicional y la ambigüedad de
nuestra posición frente al catolicismo se originen en este hecho.
Religión y Tradición se nos han ofrecido siempre como formas muertas,
inservibles, que mutilan o asfixian nuestra singularidad. |
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No es sorprendente, en estas circunstancias, la persistencia del fondo precortesiano. El mexicano es un ser religioso y su experiencia de lo Sagrado es muy verdadera, mas ¿quién es su Dios: las antiguas divinidades de la tierra o Cristo? Una invocación chamula, verdadera plegaria a pesar de la presencia de ciertos elementos mágicos, responde con claridad a esta pregunta: | 33 |
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"Santa
tierra, santo cielo; Dios Señor, Dios hijo, Santa Tierra, Santo cielo,
santa gloria, hazte cargo de mí, represéntame; ve mi trabajo, ve mi
labor, ve mi sufrir. Gran Hombre, gran Señor, gran padre, gran petome,
gran espíritu de mujer, ayúdame. En tus manos pongo el tributo; aquí
está la reposición de su chulel. Por mi incienso, por mis velas,
espíritu de la luna, virgen madre del cielo, virgen madre de la tierra;
Santa Rosa, por su primer hijo, por su primera gloria, ve a tu hijo
estrujado en su espíritu, en su chulel." |
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En
muchos casos el catolicismo sólo recubre las antiguas creencias
cosmogónicas. He aquí cómo el mismo chamula, Juan Pérez Jolote, nuestro
contemporáneo según el Registro Civil, nuestro antepasado si se atiende
a sus creencias, describe la imagen de Cristo en una iglesia de su
pueblo, explicando lo que significa para él y su raza: |
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"Éste
que está encajonado es el Señor San Manuel; se llama también señor San
Salvador, o señor San Mateo; es el que cuida a la gente, a las
criaturas. A él se le pide que cuide a uno en la casa, en los caminos,
en la tierra. Este otro que está en la cruz es también el señor San
Mateo; está enseñando, está mostrando cómo se muere en la cruz, para
enseñarnos a respetar... antes de que naciera San Manuel, el sol estaba
frío igual que la luna. En la tierra vivían los pukujes, que se comían
a la gente. El sol empezó a calentar cuando nació el niño Dios, que es
hijo de la Virgen, el señor San Salvador." |
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En
el relato del chamula, caso extremo y por lo tanto ejemplar, es visible
la superposición religiosa y la presencia imborrable de los mitos
indígenas. Antes del nacimiento de Cristo, el sol —ojo de Dios— no
calienta. El astro es un atributo de la divinidad. De ahí que el
chamula repita que gracias a la presencia de Dios la naturaleza se pone
en marcha. ¿No es ésta una versión, muy deformada, del hermoso mito de
la creación del mundo? En Teotihuacán los dioses también se enfrentan
al problema del astro-fuente-de-vida. Y sólo el sacrificio de
Quetzalcóatl pone en movimiento al sol y salva al mundo del incendio
sagrado. La persistencia del mito precortesiano subraya la diferencia
entre la concepción cristiana y la indígena; Cristo salva al mundo
porque nos redime y lava la mancha del pecado original. Quetzalcóatl no
es tanto un dios redentor como re-creador. La noción del pecado para
los indios está todavía ligada a la idea de salud y enfermedad,
personal, social y cósmica. Para el cristiano se trata de salvar el
alma individual, desprendida del grupo y del cuerpo. El cristianismo
condena al mundo; el indio sólo concibe la salvación personal como
parte de la del cosmos y de la sociedad. |
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Nada
ha trastornado la relación filial del pueblo con lo Sagrado, fuerza
constante que da permanencia a nuestra nación y hondura a la vida
afectiva de los desposeídos. Pero nada tampoco ha logrado hacerla más
despierta y fecunda, ni siquiera la mexicanización del catolicismo, ni
siquiera la Virgen de Guadalupe. Por eso los mejores no han vacilado en
desprenderse del cuerpo de la Iglesia y salir a la intemperie. Allí, en
la soledad y desnudez del combate espiritual, han respirado un poco de
ese «aire religioso fresco» que pedía Jorge Cuesta. |
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LA
ÉPOCA de Carlos II es una de las más tristes y vacías de la Historia de
España. Todas sus reservas espirituales habían sido devoradas por el
fuego de una vida y un arte dinámicos, desgarrados por los extremos y
las antítesis. La decadencia de la cultura española en la Península
coincide con su mediodía en América. El arte barroco alcanza un momento
de plenitud en este período. Los mejores no sólo escriben poesía. Se
interesan por la astronomía, la física o la antigüedad americana.
Espíritus despiertos en una sociedad inmovilizada por la letra,
presagian otra época y otras preocupaciones, al mismo tiempo que llevan
hasta sus últimas consecuencias las tendencias estéticas de su tiempo.
Y en todos ellos se dibuja una cierta oposición entre sus concepciones
religiosas y las exigencias de su curiosidad y rigor intelectuales.
Algunos emprenden una imposible síntesis. Sor Juana, por ejemplo,
emprende la composición del Primer Sueño, tenta-tiva por conciliar
ciencia y poesía, barroquismo e iluminismo. |
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Sería
inexacto identificar el drama de esta generación con el que desgarra a
sus contemporáneos europeos y que el siglo XVIII hará patente. El
conflicto que los habita —y que acaba por reducirlos al silencio— no es
tanto el de la fe y la razón como el de la petrificación de unas
creencias que habían perdido toda su frescura y fertilidad y que, por
lo tanto, eran incapaces de satisfacer lo que su apetito espiritual les
pedía. Edmundo O'Gorman plantea así los términos del conflicto: "estado
intermedio en que la razón hace estragos en la calma y en que ya no
basta el consuelo de la religión". Pero no bastan los consuelos de la
fe porque se trata de una fe inmóvil y seca. La crítica de la razón
vendrá, en América, más tarde. O'Gorman precisa el carácter de la
disyuntiva como sigue: "tener fe en Dios y en la razón a un mismo
tiempo es vivir con el ser arraigado, desgarrado si se prefiere, en la
posibilidad real, única, extremosa y contradictoria, constituida por
dos posibles imposibles del existir humano". Esta penetrante
descripción es válida si se atenúan los polos de esas imposibles
posibilidades. Pues no se puede negar la autenticidad de los
sentimientos religiosos de esa generación, pero tampoco su inmovilidad
y cansancio. Y, por lo que toca al otro término de la disyuntiva, no se
debe exagerar el racionalismo de Sigüenza o de Sor Juana, que nunca
tuvieron plena conciencia del problema que empezaba a escindir los
espíritus. La lucha me parece que se entabla entre su vitalidad
intelectual, su ansia por saber y penetrar en mundos mal explorados, y
la ineficacia de los instrumentos que les proporcionaban la teología y
la cultura novohispana. Su con-flicto transparenta el de la sociedad
colonial, que no dudaba tampoco, pero que no acertaba a expresar su
intimidad a través de formas petrificadas. El orden colonial fue un
orden impuesto de arriba hacia abajo; sus formas sociales, económicas,
jurídicas y religiosas eran inmutables. Sociedad regida por el derecho
divino y el absolutismo monárquico, había sido creada en todas sus
piezas como un inmenso, complicado artefacto destinado a durar pero no
a transformarse. En la época de Sor Juana los mejores espíritus
empiezan a mostrar —así sea en forma borrosa y tímida— una vitalidad y
curiosidad intelectual en abierto contraste con la anemia de la España
negra de Carlos II (significativamente apodado El Hechizado). Sigüenza
y Góngora se interesa por las antiguas civilizaciones indias y, con Sor
Juana y algunos otros, por la filosofía de Descartes, la física
experimental, la astronomía. La Iglesia ve con recelo todas estas
curiosidades; el poder temporal, por su parte, extrema el aislamiento
político, económico y espiritual de sus colonias, hasta convertirlas en
recintos cerrados. En los campos y en las ciudades hay disturbios,
reprimidos impla-cablemente. En ese mundo cerrado la generación de Sor
Juana se hace ciertas preguntas —más insinuadas que formuladas, más
presentidas que pensadas— para las que su tradición espiritual no
ofrecía respuesta. (Las respuestas ya habían sido dadas afuera, en el
aire libre de la cultura europea.) Esto explica, acaso, que a pesar de
su osadía, nadie entre ellos emprenda la crítica de los principios que
fundaban la sociedad colonial, ni proponga otros. Cuando la crisis se
declara, esa generación abdica. Ha cesado su ambigua lucha. Su renuncia
—que no tiene nada que ver con una conversión religiosa— desemboca en
el silencio. No se entregan a Dios, sino que se niegan a sí mismos. Esa
negación es la del mundo colonial, que se cierra sobre sí mismo. No hay
salida, excepto por la ruptura. |
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Nadie
como Juana de Asbaje encarna la dualidad de ese mundo, aunque la
superficie de su obra, como la de su vida, no delate fisura alguna.
Todo en ella responde a lo que su tiempo podía pedir a una mujer. Al
mismo tiempo y sin contradicción profunda, Sor Juana era poetisa y
monja jerónima, amiga de la Condesa de Paredes y autora dramática. Sus
devaneos amorosos, si los tuvo o si sólo son inflamadas invenciones
retóricas, su amor por la conversación y la música, sus tentativas
literarias y hasta las tendencias sexuales que algunos le atribuyen, no
se oponen, sino exigen un fin ejemplar. Sor Juana afirma su tiempo
tanto como su tiempo se afirma en ella. |
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Pero
dos de sus obras, la Respuesta a Sor Filotea y el Primer Sueño, arrojan
una extraña luz sobre su figura y sobre su tiempo. Y la hacen ejemplar
en sentido muy distinto al que piensan sus panegiristas católicos. Se
ha comparado el Primer Sueño a las Soledades. En efecto, el poema de
Sor Juana es una imitación del de don Luis de Góngora. No obstante, las
diferencias profundas son mayores que las semejanzas externas. Menéndez
y Pelayo reprochaba a Góngora su vaciedad. Si se sustituye este
adjetivo por la palabra "superficial", se estará más cerca de la
concepción poética de Góngora, que no pretende sino construir—o como
decía Bernardo Balbuena: contrahacer— un mundo de apariencias. La
tra-ma de las Soledades cuenta poco; la sustancia filosófica —si existe
alguna— importa menos. Todo es pretexto para descripciones y
digresiones. Y cada una de ellas se disuelve, a su vez, en imágenes,
antítesis y figuras retóricas. Si algo camina en el poema de Góngora,
no es precisamente el náufrago, ni su pensamiento, sino la imaginación
del poeta. Pues, como él mismo dice en el prólo-go, sus versos "pasos
de un peregrino son errante". Y este son peregrino, este peregrino que
canta, se detiene en una palabra o en un color, lo acaricia y lo
prolonga y hace de cada período una imagen y de cada imagen un mundo.
El discurso poético fluye lento, se bifurca en "paréntesis frondosos",
que son islas esbeltas, y continúa errante entre paisajes, sombras,
luces, realidades que redime e inmoviliza. La poesía es goce puro,
recreación artificial de una naturaleza ideal, según indica Dámaso
Alonso. Así, no hay conflicto entre sustancia y forma, porque Góngora
vuelve todo forma, todo superficie cristalina o trémula, tersa o undosa. |
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Sor
Juana utiliza el procedimiento de Góngora, pero acomete un poema
filosófico. Quiere penetrar en la realidad, no transmutarla en
deliciosa superficie. Las oscuridades del poema son dobles: las
sintácticas y mitológicas y las conceptuales. El poema, dice Alfonso
Reyes, es una tentativa por llegar "a una poesía de pura emoción
intelectual". La visión que nos entrega el Primer Sueño es la del sueño
de la noche universal, en la que el mundo y el hombre sueñan y son
soñados. Cosmos que se sueña hasta cuando sueña que despierta. Nada más
alejado de la noche carnal y espiritual de los místicos que esta noche
intelectual. El poema de Sor Juana no tiene antecedentes en la poesía
de la lengua española y, como insinúa Vossler, prefigura el movimiento
poético de la Ilustración alemana. Pero el Primer Sueño es un intento
más que un logro, al contrario de lo que ocurre con las Soledades,
aunque su autor no las haya terminado. Y no podía ser de otro modo,
pues en el poema de Sor Juana, como en su vida misma, hay una zona
neutra, de vacío: la que produce el choque de las tendencias opuestas
que la devoraban y que no acertó a reconciliar. |
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Sor
Juana nos ha dejado un texto revelador, al mismo tiempo declaración de
fe en la inteligencia y renuncia a su ejercicio: la Respuesta a Sor
Filotea. Defensa del intelectual y de la mujer, la Respuesta es también
la historia de una vocación. Si se ha de hacer caso a sus confesiones,
apenas hubo ciencia que no la tentara. Su curiosidad no es la del
hombre de ciencias, sino la del hombre culto que aspira a integrar en
una visión coherente todas las particularidades del conocimiento.
Pre-sentía un oculto engarce entre todas las verdades. Al referirse a
la diversidad de sus estudios, advierte que sus contradicciones son más
aparentes que reales, "al menos en lo formal y especulativo". Las
ciencias y las artes, por más contrarias que sean, no sólo no estorban
a la com-prensión general de la naturaleza, "sino la ayudan, dando luz
y abriendo camino las unas a las otras, por variaciones y ocultos
enlaces... de manera que parece que se corresponden y están unidas en
admirable trabazón y concierto"... |
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Si
no era mujer de ciencia, tampoco era un espíritu filosófico, porque
carecía del poder que abstrae. Su sed de conocimiento no está reñida
con la ironía y la versatilidad y en otros tiempos hubiera escrito
ensayos y crítica. Así, no vive para una idea, ni crea ideas nuevas:
vive las ideas, que son su atmósfera y su alimento natural. Es un
intelectual: una conciencia. No es posible dudar de la sinceridad de
sus sentimientos religioso, pero allí donde un espíritu devoto
encontraría pruebas de la presencia de Dios o de su poder, Sor Juana
halla ocasión para formular hipótesis y preguntas. Aunque repita con
frecuencia que todo viene de Dios, busca siempre una explicación
racional: "Estaban en mi presencia dos niñas jugando con un trompo y
apenas yo vi el movimiento y la figura cuando empecé, con esta mi
locura, a considerar el fácil motu de la forma esférica...” |
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Contrastan
estas declaraciones con las de los escritores españoles de la época —y
aun con las de los escritores de las generaciones posteriores—. Para
ninguno de ellos el mundo físico es un problema: aceptan la realidad
tal cual es o la condenan. Fuera de la acción, no hay sino la
contemplación, parece decirnos la literatura española de los Siglos de
Oro. Entre aventura y renuncia se mueve la vida histórica española. Ni
Gracián ni Quevedo, para no hablar de los escritores religiosos,
muestran interés por el conocimiento en sí. Desdeñan la curiosidad
intelectual y todo su saber lo refieren a la conducta, a la moral o a
la salvación. Estoicos o cristianos, como se ha dicho, ignoran la
actividad intelectual pura. Fausto es impensable en esa tradición. La
inteligencia no les proporciona ningún placer; es un arma peligrosa:
sirve para derrotar a los enemigos pero también puede hacernos perder
el alma. La solitaria figura de Sor Juana se aísla más en ese mundo
hecho de afirmaciones y negaciones, que ignora el valor de la duda y
del examen. |
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La
Respuesta no es sólo un autorretrato sino la defensa de un espíritu
siempre adolescente, siempre ávido e irónico, apasionado y reticente.
Su doble soledad, de mujer y de intelectual, condensa un conflicto
también doble: el de su sociedad y el de su feminidad. La respuesta a
Sor Filotea es una defensa de la mujer. Hacer esa defensa y atreverse a
proclamar su afición por el pensamiento desinteresado, la hacen una
figura moderna. Si en su afirmación del valor de la experiencia no es
ilusorio ver una instintiva reacción contra el pensamiento tradicional
de España, en su concepción del conocimiento —que no confunde con la
erudición, ni identifica con la religión— hay una implícita defensa de
la conciencia intelectual. Todo la lleva a concebir el mundo como un
problema o como un enigma más que como un sitio de salvación o
perdición. Y esto da a su pensamiento una originalidad que merecía algo
más que los elogios de sus contemporáneos o que los reproches de su
confesor y que aún en nuestros días solicita un juicio más hondo y un
examen más arriesgado. |
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"¿Cómo
es posible que sonidos tan preñados de futuro salgan de pronto de un
convento de monjas mexicanas?", se pregunta Vossler. Y se responde: "su
curiosidad por la mitología antigua y por la física moderna, por
Aristóteles y Harvey, por las ideas de Platón y la linterna mágica de
Kircher... no hubiera prosperado en las universidades pedantes y
temerosamente dogmáticas de la Vieja España". Tampoco prosperó en
México mucho tiempo. Después de los motines de 1692 la vida intelectual
se oscurece rápidamente. Sigüenza y Góngora abandona bruscamente sus
aficiones históricas y arqueológicas. Sor Juana renuncia a sus libros y
muere poco después. La crisis social, hace notar Vossler, coincide con
la de los espíritus. |
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Pese
al brillo de su vida, al patetismo de su muerte, y a la admirable
geometría que preside sus mejores creaciones poéticas, hay en la vida y
en la obra de Sor Juana algo irrealizado y deshecho. Se advierte la
melancolía de un espíritu que no logró nunca hacerse perdonar su
atrevimiento y su condición de mujer. Ni su época le ofrecía los
alimentos intelectuales que su avidez necesitaba, ni ella pudo —¿y
quién?— crearse un mundo de ideas con las que vivir a solas. Siempre
fue muy viva en ella la conciencia de su singularidad: "¿Qué podemos
saber las mujeres sino filosofía de cocina?", pregunta con una sonrisa.
Pero le duele la herida: "¿Quién no creerá, viendo tan generales
aplausos, que he navegado viento en popa sobre las palmas de las
aclamaciones comunes?" Sor Jua-na es una figura de soledad. Indecisa y
sonriente se mueve entre dos luces, consciente de la dualidad de su
condición y de lo imposible de su empeño. Es muy frecuente escuchar
reproches contra hombres que han estado por debajo de su destino, ¿cómo
no lamentarse por la suerte de una mujer que estuvo por encima de su
sociedad y de su cultura? |
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Su
imagen es la de una solitaria melancólica que sonríe y calla. El
silencio, dice ella misma en alguna parte, está poblado de voces. ¿Y
qué nos dice su silencio? Si en la obra de Sor Juana la sociedad
colonial se expresa y afirma, en su silencio esa misma sociedad se
condena. La experiencia de Sor Juana, que acaba en silencio y
abdicación, completa así el examen del orden colonial. Mundo abierto a
la participación y, por lo tanto, orden cultural vivo, sí, pero
implacablemente cerrado a toda expresión personal, a toda aventura.
Mundo cerrado al futuro. Para ser nosotros mismos, tuvimos que romper
con ese orden sin salida, aun a riesgo de quedarnos en la orfandad. El
siglo XIX será el siglo de la ruptura y, al mismo tiempo, el de la
tentativa por crear nuevos lazos con otra tradición, si más lejana, no
menos universal que la que nos ofreció la Iglesia católica: la del
racionalismo europeo |
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