メキシコ人の仮面:孤独の迷路02
Octavio Paz, 1950. El Laberinto de la soledad
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Octavio Paz, 1950. El Laberinto de la soledad. 第2章
いわゆる「他者」なるものは存在しない。すなわち、 これは理性的な信仰であり、人間の理性の有する、癒しがたい信念である。あたかも、すべてのものが遂に は必然的、且つ絶対的に「全一同一」であらねばならないかのように、同一性即現実性という等式が成り立つ。しかし、「他者」なるものは消滅することを拒 む。それは存続し、持続する。それは、理性では歯が立 たない堅い骨であるアベル・マルティン(Abel Martín, 1840-1898)は、理性的な信仰に劣らず人間味のある、詩的な信仰によって「他者」なるものを信じ、「存在のもつ本質的な異質性」を信じ、そして、 自己の存在がつねにその害を被る「他者性」とも呼ばるべき救いがたいものの存在を信じた。——アントニオ・マチャド(Antonio Machado, 1875-1939)(パス (Octavio Paz)「孤独の迷路(EL LABIRINTO DE LA SOLEDAD)」のエピグラムより)
1 |
パチェーコ、ならびにその他の極端 |
2 |
メキシコ人の仮面 |
3 |
万霊祭 |
4 |
マリンチェの末裔 |
5 |
征服と植民地 |
6 |
独立から革命へ |
7 |
メキシコの知識階級 |
8 |
現代 |
9 |
孤独の弁証法 |
** |
追記 |
10 |
オリンピックとトラテロルコ |
11 |
発展およびその他の幻想 |
12 |
ピラミッド批判 |
Corazón apasionado, disimula tu tristeza - Canción popular [燃える心よ、お前の悲しみを見せてはならぬ(俗謡)]
VIEJO
O ADOLESCENTE, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el
mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva:
máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad,
espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el
silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la
resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera
se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar
la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida
como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su
lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos
suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco
iris súbitos, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la
expresión velada a la injuria: "al buen entendedor pocas palabras". En
suma, entre la realidad y su persona establece una muralla, no por
invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano
siempre está lejos, lejos del mundo, y de los demás. Lejos, también de
sí mismo. |
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El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la "hombría" consiste en no "rajarse" nunca. Los que se "abren" son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, "agacharse", pero no "rajarse", esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El "rajado" es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe. Las mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su "rajada", herida que jamás cicatriza. | 2 |
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El hermetismo
es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que
instintivamente consideramos peligroso al medio que nos rodea. Esta
reacción se justifica si se piensa en lo que ha sido nuestra historia y
en el carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y hostilidad
del ambiente —y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota
en el aire— nos obligan a cerrarnos al exterior, como esas plantas de
la meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara espinosa. Pero esta
conducta, legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que
funciona solo, automáticamente. Ante la simpatía y la dulzura nuestra
respuesta es la reserva, pues no sabemos si esos sentimientos son
verdaderos o simulados. Y además, nuestra integridad masculina corre
tanto peligro ante la benevolencia como ante la hostilidad. Toda
abertura de nuestro ser entraña una dimisión de nuestra hombría. |
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Nuestras
relaciones con los otros hombres también están teñidas de recelo. Cada
vez que el mexicano se confía a un amigo o a un conocido, cada vez que
se "abre", abdica. Y teme que el desprecio del confidente siga a su
entrega. Por eso la confidencia deshonra y es tan peligrosa para el que
la hace como para el que la escucha; no nos ahogamos en la fuente que
nos refleja, como Narciso, sino que la cegamos. Nuestra cólera no se
nutre nada más del temor de ser utilizados por nuestros confidentes
—temor general a todos los hombres— sino de la vergüenza de haber
renunciado a nuestra soledad. El que se confía, se enajena; "me he
vendido con Fulano", decimos cuando nos confiamos a alguien que no lo
merece. Esto es, nos hemos "rajado", alguien ha penetrado en el
castillo fuerte. La distancia entre hombre y hombre, creadora del mutuo
respeto y la mutua seguridad, ha desaparecido. No solamente estamos a
merced del intruso, sino que hemos abdicado. |
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Todas
estas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha,
concepción que no lo distingue del resto de los hombres modernos. El
ideal de hombría para otros pueblos consiste en una abierta y agresiva
disposición al combate; nosotros acentuamos el carácter defensivo,
listos a repeler el ataque. El "macho" es un ser hermético, encerrado
en sí mismo, capaz de guardarse y guardar lo que se le confía. La
hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o ante
los impactos del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de
nuestras virtudes guerreras y políticas. Nuestra historia está llena de
frases y episodios que revelan la indiferencia de nuestros héroes ante
el dolor o el peligro. Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad
las derrotas, concepción que no carece de grandeza. Y si no todos somos
estoicos e impasibles —como Juárez y Cuauhtémoc— al menos procuramos
ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras
virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve la
entereza ante la adversidad. |
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La
preeminencia de lo cerrado frente a lo abierto no se manifiesta sólo
como impasibilidad y desconfianza, ironía y recelo, sino como amor a la
Forma. Ésta contiene y encierra a la intimidad, impide sus excesos,
reprime sus explosiones, la separa y aísla, la preserva. La doble
influencia indígena y española se conjugan en nuestra predilección por
la ceremonia, las fórmulas y el orden. El mexicano, contra lo que
supone una superficial interpretación de nuestra historia, aspira a
crear un mundo ordenado conforme a principios claros. La agitación y
encono de nuestras luchas políticas prueba hasta qué punto las nociones
jurídicas juegan un papel importante en nuestra vida pública. Y en la
de todos los días el mexicano es un hombre que se esfuerza por ser
formal y que muy fácilmente se convierte en formulista. |
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Y
es explicable. El orden — jurídico, social, religioso o artístico—
constituye una esfera segura y estable. En su ámbito basta con
ajustarse a los modelos y principios que regulan la vida; nadie, para
manifestarse, necesita recurrir a la continua invención que exige una
sociedad libre. Quizá nuestro tradicionalismo —que es una de las
constantes de nuestro ser y lo que da coherencia y anti-güedad a
nuestro pueblo— parte del amor que profesamos a la Forma. |
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Las
complicaciones rituales de la cortesía, la persistencia del humanismo
clásico, el gusto por las formas cerradas en la poesía (el soneto y la
décima, por ejemplo), nuestro amor por la geometría en las artes
decorativas, por el dibujo y la composición en la pintura, la pobreza
de nuestro Romanticismo frente a la excelencia de nuestro arte barroco,
el formalismo de nuestras instituciones políticas y, en fin, la
peligrosa inclinación que mostramos por las fórmulas —sociales, morales
y burocráticas—, son otras tantas expresiones de esta tendencia de
nuestro carácter. El mexicano no sólo no se abre; tampoco se derrama. |
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A
veces las formas nos ahogan. Durante el siglo pasado los liberales
vanamente intentaron someter la realidad del país a la camisa de fuerza
de la Constitución de 1857. Los resultados fueron la Dictadura de
Porfirio Díaz y la Revolución de 1910. En cierto sentido la historia de
México, como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las
formas y fórmulas en que se pretende en-cerrar a nuestro ser y las
explosiones con que nuestra espontaneidad se venga. Pocas veces la
Forma ha sido una creación original, un equilibrio alcanzado no a
expensas sino gracias a la expresión de nuestros instintos y quereres.
Nuestras formas jurídicas y morales, por el contrario, mutilan con
frecuencia a nuestro ser, nos impiden expresarnos y niegan satisfacción
a nuestros apetitos vitales. La preferencia por la Forma, inclusive
vacía de contenido, se manifiesta a lo largo de la historia de nuestro
arte, desde la época precortesiana hasta nuestros días. Antonio Castro
Leal, en su excelente estudio sobre Juan Ruiz de Alarcón, muestra cómo
la reserva frente al romanticismo —que es, por definición, expansivo y
abierto— se expresa ya en el siglo XVII, esto es, antes de que siquiera
tuviésemos conciencia de nacionalidad. Tenían razón los contemporáneos
de Juan Ruiz de Alarcón al acusarlo de entrometido, aunque más bien
hablasen de la deformidad de su cuerpo que de la singularidad de su
obra. En efecto, la porción más característica de su teatro niega al de
sus contemporáneos españoles. Y su negación contiene, en cifra, la que
México ha opuesto siempre a España. El teatro de Alarcón es una
respuesta a la vitalidad española, afirmativa y deslumbrante en esa
época, y que se expresa a través de un gran Sí a la historia y a las
pasiones. Lope exalta el amor, lo heroico, lo sobrehumano, lo
increíble; Alarcón opone a estas virtudes desmesuradas otras más
sutiles y burguesas: la dignidad, la cortesía, un estoicismo
melancólico, un pudor sonriente. Los problemas morales interesan poco a
Lope, que ama la acción, como todos sus contemporáneos. Más tarde
Calderón mostrará el mismo desdén por la psicología; los conflictos
morales y las oscilaciones, caídas y cambios del alma humana sólo son
metáforas que transparentan un drama teológico cuyos dos personajes son
el pecado original y la Gracia divina. En las comedias más
representativas de Alarcón, en cambio, el cielo cuenta poco, tan poco
como el viento pasional que arrebata a los personajes lopescos. El
hombre, nos dice el mexicano, es un compuesto, y el mal y el bien se
mezclan sutilmente en su alma. En lugar de proceder por síntesis,
utiliza el análisis: el héroe se vuelve problema. En varias comedias se
plantea la cuestión de la mentira: ¿hasta qué punto el mentiroso de
veras miente, de veras se propone engañar?; ¿no es él la primera
víctima de sus engaños y no es a sí mismo a quien engaña? El mentiroso
se miente a sí mismo: tiene miedo de sí. Al plantearse el problema de
la autenticidad, Alarcón anticipa uno de los temas constantes de
reflexión del mexicano, que más tarde recogerá Rodolfo Usigli en el El gesticulador. |
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En
el mundo de Alarcón no triunfan la pasión ni la Gracia; todo se
subordina a lo razonable; sus arquetipos son los de la moral que sonríe
y perdona. Al sustituir los valores vitales y románticos de Lope por
los abstractos de una moral universal y razonable, ¿no se evade, no nos
escamotea su propio ser? Su negación, como la de México, no afirma
nuestra singularidad frente a la de los es-pañoles. Los valores que
postula Alarcón pertenecen a todos los hombres y son una herencia
grecorromana tanto como una profecía de la moral que impondrá el mundo
burgués. No expresan nuestra espontaneidad, ni resuelven nuestros
conflictos; son Formas que no hemos creado ni sufrido, máscaras. Sólo
hasta nuestros días hemos sido capaces de enfrentar al Sí español un Sí
mexicano y no una afirmación intelectual, vacía de nuestras
particularidades. La Revolución mexicana, al descubrir las artes
populares, dio origen a la pintura moderna; al descubrir el lenguaje de
los mexicanos, creó la nueva poesía. |
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Si
en la política y el arte el mexicano aspira a crear mundos cerrados, en
la esfera de las relaciones cotidianas procura que imperen el pudor, el
recato y la reserva ceremoniosa. El pudor, que nace de la vergüenza
ante la desnudez propia o ajena, es un reflejo casi físico entre
nosotros. Nada más alejado de esta actitud que el miedo al cuerpo,
característico de la vida norteamericana. No nos da miedo ni vergüenza
nuestro cuerpo; lo afrontamos con naturalidad y lo vivimos con cierta
plenitud —a la inversa de lo que ocurre con los puritanos. Para
nosotros el cuerpo existe; da gravedad y límites a nuestro ser. Lo
sufrimos y gozamos; no es un traje que estamos acostumbrados a habitar,
ni algo ajeno a nosotros: somos nuestro cuerpo. Pero las miradas
extrañas nos sobresaltan, porque el cuerpo no vela intimidad, sino la
descubre. El pudor, así, tiene un carácter defensivo, como la muralla
china de la cortesía o las cercas de órganos y cactos que separan en el
campo a los jacales de los campesinos. Y por eso la virtud que más
estimamos en las mujeres es el recato, como en los hombres la reserva.
Ellas también deben defender su intimidad. |
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Sin
duda en nuestra concepción del recato femenino interviene la vanidad
masculina del señor —que hemos heredado de indios y españoles. Como
casi todos los pueblos, los mexicanos consideran a la mujer como un
instrumento, ya de los deseos del hombre, ya de los fines que le
asignan la ley, la sociedad o la moral. Fines, hay que decirlo, sobre
los que nunca se le ha pedido su con-sentimiento y en cuya realización
participa sólo pasivamente, en tanto que "depositaria" de ciertos
valores. Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o
conserva, pero no crea, los valores y energías que le confían la
naturaleza o la sociedad. En un mundo hecho a la imagen de los hombres,
la mujer es sólo un reflejo de la voluntad y querer masculinos. Pasiva,
se convierte en diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y
antiguos del universo: la tierra, madre y virgen; activa, es siempre
función, medio, canal. La feminidad nunca es un fin en sí mismo, como
lo es la hombría. |
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En
otros países estas funciones se realizan a la luz pública y con brillo.
En algunos se reverencia a las prostitutas o a las vírgenes; en otros,
se premia a las madres; en casi todos, se adula y respeta a la gran
señora. Nosotros preferimos ocultar esas gracias y virtudes. El secreto
debe acompañar a la mujer. Pero la mujer no sólo debe ocultarse sino
que, además, debe ofrecer cierta impasibilidad sonriente al mundo
exterior. Ante el escarceo erótico, debe ser "decente"; ante la
adversidad, "sufrida". En ambos casos su respuesta no es instintiva ni
personal, sino conforme a un modelo genérico. Y ese modelo, como en el
caso del "macho", tiende a subrayar los aspectos defensivos y pasivos,
en una gama que va desde el pudor y la "decencia" hasta el estoicismo,
la resignación y la impasibilidad. |
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La
herencia hispanoárabe no explica completamente esta conducta. La
actitud de los españoles frente a las mujeres es muy simple y se
expresa, con brutalidad y concisión, en dos refranes: "la mujer en casa
y con la pata rota" y "entre santa y santo, pared de cal y canto". La
mujer es una fiera doméstica, lujuriosa y pecadora de nacimiento, a
quien hay que someter con el palo y conducir con el "freno de la
religión". De ahí que muchos españoles consideren a las extranjeras —y
especialmente a las que pertenecen a países de raza o religión diversas
a las suyas— como presa fácil. Para los mexicanos la mujer es un ser
oscuro, secreto y pasivo. No se le atribuyen malos instintos: se
pretende que ni siquiera los tiene. Mejor dicho, no son suyos sino de
la especie; la mujer encarna la voluntad de la vida, que es por esencia
impersonal, y en este hecho radica su imposibilidad de tener una vida
personal. Ser ella misma, dueña de su deseo, su pasión o su capricho,
es ser infiel a sí misma. Bastante más libre y pagano que el español
—como heredero de las grandes religiones naturalistas precolombinas— el
mexicano no condena al mundo natural. Tampoco el amor sexual está
teñido de luto y horror, como en España. La peligrosidad no radica en
el instinto sino en asumirlo personalmente. Reaparece así la idea de
pasividad: tendida o erguida, vestida o desnuda, la mujer nunca es ella
misma. Manifestación indiferenciada de la vida, es el canal del apetito
cósmico. En este sentido, no tiene deseos propios. |
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Las
norteamericanas proclaman también la ausencia de instintos y deseos,
pero la raíz de su pretensión es distinta y hasta contraria. La
norteamericana oculta o niega ciertas partes de su cuerpo —y, con más
frecuencia, de su psiquis: son inmorales y, por lo tanto, no existen.
Al negarse, reprime su espontaneidad. La mexicana simplemente no tiene
voluntad. Su cuerpo duerme y sólo se enciende si alguien lo despierta.
Nunca es pregunta, sino respuesta, materia fácil y vibrante que la
imaginación y la sensualidad masculina esculpen. Frente a la actividad
que despliegan las otras mujeres, que desean cautivar a los hombres a
través de la agilidad de su espíritu o del movimiento de su cuerpo, la
mexicana opone un cierto hieratismo, un reposo hecho al mismo tiempo de
espera y desdén. El hombre revolotea a su alrededor, la festeja, la
canta, hace caracolear su caballo o su imaginación. Ella se vela en el
recato y la inmovilidad. Es un ídolo. Como todos los ídolos, es dueña
de fuerzas magnéticas, cuya eficacia y poder crecen a medida que el
foco emisor es más pasivo y secreto. Analogía cósmica: la mujer no
busca, atrae. Y el centro de su atracción es su sexo, oculto, pasivo.
Inmóvil sol secreto. |
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Esta
concepción —bastante falsa si se piensa que la mexicana es muy sensible
e inquieta— no la convierte en mero objeto, en cosa. La mujer mexicana,
como todas las otras, es un símbolo que representa la estabilidad y
continuidad de la raza. A su significación cósmica se alía la social:
en la vida diaria su función consiste en hacer imperar la ley y el
orden, la piedad y la dulzura. Todos cuidamos que nadie "falte al
respeto a las señoras", noción universal, sin duda, pero que en México
se lleva hasta sus últimas consecuencias. Gracias a ella se suavizan
muchas de las asperezas de nuestras relaciones de "hombre a hombre".
Naturalmente habría que preguntar a las mexicanas su opinión; ese
"respeto" es a veces una hipócrita manera de sujetarlas e impedirles
que se expresen. Quizá muchas preferirían ser tratadas con menos
"respeto" (que, por lo demás, se les concede sola-mente en público) y
con más libertad y autenticidad. Esto es, como seres humanos y no como
símbolos o funciones. Pero, ¿cómo vamos a consentir que ellas se
expresen, si toda nuestra vida tiende a paralizarse en una máscara que
oculte nuestra intimidad? |
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Ni
la modestia propia, ni la vigilancia social, hacen invulnerable a la
mujer. Tanto por la fatalidad de su anatomía "abierta" como por su
situación social —depositaria de la honra, a la española— está expuesta
a toda clase de peligros, contra los que nada pueden la moral personal
ni la protección masculina. El mal radica en ella misma; por naturaleza
es un ser "rajado", abierto. Mas, en virtud de un mecanismo de
compensación fácilmente explicable, se hace virtud de su flaqueza
original y se crea el mito de la "sufrida mujer mexicana". El ídolo
—siempre vulnerable, siempre en trance de convertirse en ser humano— se
transforma en víctima, pero en víctima endurecida e insensible al
sufrimiento, encallecida a fuerza de sufrir. (Una persona "sufrida" es
menos sensible al dolor que las que apenas si han sido tocadas por la
adversidad.) Por obra del sufrimiento, las mujeres se vuelven como los
hombres: invulnerables, impasibles y estoicas. |
17 |
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Se
dirá que al transformar en virtud algo que debería ser motivo de
vergüenza, sólo pretendemos descargar nuestra conciencia y encubrir
con una imagen una realidad atroz. Es cierto, pero también lo es que al
atribuir a la mujer la misma invulnerabilidad a que aspiramos,
recubrimos con una inmunidad moral su fatalidad anatómica, abierta al
exterior. Gracias al sufrimiento, y a su capacidad para resistirlo sin
protesta, la mujer trasciende su condición y adquiere los mismos
atributos del hombre. |
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Es
curioso advertir que la imagen de la "mala mujer" casi siempre se
presenta acompañada de la idea de actividad. A la inversa de la
"abnegada madre", de la "novia que espera" y del ídolo hermético, seres
estáticos, la "mala" va y viene, busca a los hombres, los abandona. Por
un mecanismo análogo al descrito más arriba, su extrema movilidad la
vuelve invulnerable. Actividad e impudicia se alían en ella y acaban
por petrificar su alma. La "mala" es dura, impía, independiente, como
el "macho". Por caminos distintos, ella también trasciende su
fisiología y se cierra al mundo. |
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Es
significativo, por otra parte, que el homosexualismo masculino sea
considerado con cierta indulgencia, por lo que toca al agente activo.
El pasivo, al contrario, es un ser degradado y abyecto. El juego de los
"albures" —esto es, el combate verbal hecho de alusiones obscenas y de
doble sentido, que tanto se practica en la ciudad de México—
transparenta esta ambigua concepción. Cada uno de los interlocutores, a
través de trampas verbales y de ingeniosas combinaciones lingüísticas,
procura anonadar a su adversario; el vencido es el que no puede
contestar, el que se traga las palabras de su enemigo. Y esas palabras
están teñidas de alusiones sexualmente agresivas; el perdidoso es
poseído, violado, por el otro. Sobre él caen las burlas y escarnios de
los espectadores. Así pues, el homosexualismo masculino es tolerado, a
condición de que se trate de una violación del agente pasivo. Como en
el caso de las relaciones heterosexuales, lo importante es "no abrirse"
y, simultáneamente, rajar, herir al contrario. |
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ME
PARECE que todas estas actitudes, por diversas que sean sus raíces,
confirman el carácter "cerrado" de nuestras reacciones frente al mundo
o frente a nuestros semejantes. Pero no nos bastan los mecanismos de
preservación y defensa. La simulación, que no acude a nuestra
pasividad, sino que exige una invención activa y que se recrea a sí
misma a cada instante, es una de nuestras formas de conducta
habituales. Mentimos por placer y fantasía, sí, como todos los pueblos
imaginativos, pero también para ocultamos y ponemos al abrigo de
intrusos. La mentira posee una importancia decisiva en nuestra vida
cotidiana, en la política, el amor, la amistad. Con ella no pretendemos
nada más engañar a los demás, sino a nosotros mismos. De ahí su
fertilidad y lo que distingue a nuestras mentiras de las groseras
invenciones de otros pueblos. La mentira es un juego trágico, en el que
arriesgamos parte de nuestro ser. Por eso es estéril su denuncia. |
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El
simulador pretende ser lo que no es. Su actividad reclama una constante
improvisación, un ir hacia adelante siempre, entre arenas movedizas. A
cada minuto hay que rehacer, recrear, modificar el personaje que
fingimos, hasta que llega un momento en que realidad y apariencia,
mentira y verdad, se confunden. De tejido de invenciones para
deslumbrar al prójimo, la simulación se trueca en una forma superior,
por artística, de la realidad. Nuestras mentiras reflejan,
simultáneamente, nuestras carencias y nuestros apetitos, lo que no
somos y lo que deseamos ser. Simulando, nos acercamos a nuestro modelo
y a veces el gesticulador, como ha visto con hondura Usigli, se funde
con sus gestos, los hace auténticos. La muerte del profesor Rubio lo
convierte en lo que deseaba ser: el general Rubio, un revolucionario
sincero y un hombre capaz de impulsar y purificar a la Revolu-ción
estancada. En la obra de Usigli el profesor Rubio se inventa a sí mismo
y se transforma en general; su mentira es tan verdadera que Navarro, el
corrompido, no tiene más remedio que volver a matar en él a su antiguo
jefe, el general Rubio. Mata en él la verdad de la Revolución. |
22 |
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Si
por el camino de la mentira podemos llegar a la autenticidad, un exceso
de sinceridad puede conducirnos a formas refinadas de la mentira.
Cuando nos enamoramos nos "abrimos", mostramos nuestra intimidad, ya
que una vieja tradición quiere que el que sufre de amor exhiba sus
heridas ante la que ama. Pero al descubrir sus llagas de amor, el
enamorado transforma su ser en una imagen, en un objeto que entrega a
la contemplación de la mujer —y de sí mismo—. Al mostrarse, invita a
que lo contemplen con los mismos ojos piadosos con que él se contempla.
La mirada ajena ya no lo desnuda; lo recubre de piedad. Y al
presentarse como espectáculo y pretender que se le mire con los mismos
ojos con que él se ve, se evade del juego erótico, pone a salvo su
verdadero ser, lo sustituye por una imagen. Substrae su intimidad, que
se refugia en sus ojos, esos ojos que son nada más contemplación y
piedad de sí mismo. Se vuelve su imagen y la mirada que la contempla. |
23 |
|
En
todos los tiempos y en todos los climas las relaciones humanas —y
especialmente las amorosas— corren el riesgo de volverse equívocas.
Narcisismo y masoquismo no son tendencias exclusivas del mexicano. Pero
es notable la frecuencia con que canciones populares, refranes y
conductas cotidianas aluden al amor como falsedad y mentira. Casi
siempre eludimos los riesgos de una relación desnuda a través de una
exageración, en su origen sincera, de nuestros sentimientos. Asimismo,
es revelador cómo el carácter combativo del erotismo se acentúa entre
nosotros y se encona. El amor es una tentativa de penetrar en otro ser,
pero sólo puede realizarse a condición de que la entrega sea mutua. En
todas partes es difícil este abandono de sí mismo; pocos coinciden en
la entrega y más pocos aún logran trascender esa etapa posesiva y gozar
del amor como lo que realmente es: un perpetuo descubrimiento, una
inmersión en las aguas de la realidad y una recreación constante.
Nosotros concebimos el amor como conquista y como lucha. No se trata
tanto de penetrar la realidad, a través de un cuerpo, como de violarla.
De ahí que la imagen del amante afortunado —herencia, acaso, del Don
Juan español— se confunda con la del hombre que se vale de sus
sentimientos —reales o inventados— para obtener a la mujer. |
24 |
|
La
simulación es una actividad parecida a la de los actores y puede
expresarse en tantas formas como personajes fingimos. Pero el actor, si
lo es de veras, se entrega a su personaje y lo encarna plenamente,
aunque después, terminada la representación, lo abandone como su piel
la serpiente. El simulador jamás se entrega y se olvida de sí, pues
dejaría de simular si se fundiera con su imagen. Al mismo tiempo, esa
ficción se convierte en una parte inseparable —y espuria— de su ser:
está condenado a representar toda su vida, porque entre su personaje y
él se ha establecido una complicidad que nada puede romper, excepto la
muerte o el sacrificio. La mentira se instala en su ser y se convierte
en el fondo último de su personalidad. |
25 |
|
SIMULAR
ES inventar o, mejor, aparentar y así eludir nuestra condición. La
disimulación exige mayor sutileza: el que disimula no representa, sino
que quiere hacer invisible, pasar desapercibido —sin renunciar a su
ser—. El mexicano excede en el disimulo de sus pasiones y de sí mismo.
Temeroso de la mirada ajena, se contrae, se reduce, se vuelve sombra y
fantasma, eco. No camina, se desliza; no propone, insinúa; no replica,
rezonga; no se queja, sonríe; hasta cuando canta —si no estalla y se
abre el pecho— lo hace entre dientes y a media voz, disimulando su
cantar: Y es tanta la tiranía de esta disimulación que aunque de raros anhelos se me hincha el corazón, tengo miradas de reto y voz de resignación. |
26 |
|
Quizá
el disimulo nació durante la Colonia. Indios y mestizos tenían, como en
el poema de Reyes, que cantar quedo, pues "entre dientes mal se oyen
palabras de rebelión". El mundo colonial ha desaparecido, pero no el
temor, la desconfianza y el recelo. Y ahora no solamente disimulamos
nuestra cólera sino nuestra ternura. Cuando pide disculpas, la gente
del campo suele decir "Disimule usted, señor". Y disimulamos. Nos
disimulamos con tal ahínco que casi no existimos. |
27 |
|
En
sus formas radicales el disimulo llega al mimetismo. El indio se funde
con el paisaje, se confunde con la barda blanca en que se apoya por la
tarde, con la tierra oscura en que se tiende a mediodía, con el
silencio que lo rodea. Se disimula tanto su humana singularidad que
acaba por aboliría; y se vuelve piedra, pirú, muro, silencio: espacio.
No quiero decir que comulgue con el todo, a la manera panteísta, ni que
un árbol aprehenda todos los árboles, sino que efectivamente, esto es,
de una manera concreta y particular, se confunde con un objeto
determinado. |
28 |
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Roger
Caillois observa que el mimetismo no implica siempre una tentativa de
protección contra las amenazas virtuales que pululan en el mundo
externo. A veces los insectos se "hacen los muertos" o imitan las
formas de la materia en descomposición, fascinados por la muerte, por
la inercia del espacio. Esta fascinación —fuerza de gravedad, diría yo,
de la vida— es común a todos los seres y el hecho de que se exprese
como mimetismo confirma que no debemos considerar a éste exclusivamente
como un recurso del instinto vital para escapar del peligro y la muerte. |
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Defensa
frente al exterior o fascinación ante la muerte, el mimetismo no
consiste tanto en cambiar de naturaleza como de apariencia. Es
revelador que la apariencia escogida sea la de la muerte o la del
espacio inerte, en reposo. Extenderse, confundirse con el espacio, ser
espacio, es una manera de rehusarse a las apariencias, pero también es
una manera de ser sólo Apariencia. El mexi-cano tiene tanto horror a
las apariencias, como amor le profesan sus demagogos y dirigentes. Por
eso se disimula su propio existir hasta confundirse con los objetos que
lo rodean. Y así, por miedo a las apariencias, se vuelve sólo
Apariencia. Aparenta ser otra cosa e incluso prefiere la apariencia de
la muerte o del no ser antes que abrir su intimidad y cambiar. La
disimulación mimética, en fin, es una de tantas manifestaciones de
nuestro hermetismo. Si el gesticulador acude al disfraz, los demás
queremos pasar desapercibidos. En ambos casos ocultamos nuestro ser. Y
a veces lo negamos. Recuerdo que una tarde, como oyera un leve ruido en
el cuarto vecino al mío, pregunté en voz alta: "¿Quién anda por ahí?" Y
la voz de una criada recién llegada de su pueblo contestó: "No es
nadie, señor, soy yo". |
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No
sólo nos disimulamos a nosotros mismos y nos hacemos transparentes y
fantasmales; también disimulamos la existencia de nuestros semejantes.
No quiero decir que los ignoremos o los hagamos menos, actos
deliberados y soberbios. Los disimulamos de manera más definitiva y
radical: los ninguneamos. El ninguneo es una operación que consiste en
hacer de Alguien, Ninguno. La nada de pronto se individualiza, se hace
cuerpo y ojos, se hace Ninguno. |
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Don
Nadie, padre español de Ninguno, posee don, vientre, honra, cuenta en
el banco y habla con voz fuerte y segura. Don Nadie llena al mundo con
su vacía y vocinglera presencia. Está en todas partes y en todos los
sitios tiene amigos. Es banquero, embajador, hombre de empresa. Se
pasea por todos los salones, lo condecoran en Jamaica, en Estocolmo y
en Londres. Don Nadie es funcionario o influyente y tiene una agresiva
y engreída manera de no ser. Ninguno es silencioso y tímido, resignado.
Es sensible e inteligente. Sonríe siempre. Espera siempre. Y cada vez
que quiere hablar, tropieza con un muro de silencio; si saluda
encuentra una espalda glacial; si suplica, llora o grita, sus gestos y
gritos se pierden en el vacío que don Nadie crea con su vozarrón.
Ninguno no se atreve a no ser: oscila, intenta una vez y otra vez ser
Alguien. Al fin, entre vanos gestos, se pierde en el limbo de donde
surgió. |
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Sería
un error pensar que los demás le impiden existir. Simplemente disimulan
su existencia, obran como si no existiera. Lo nulifican, lo anulan, lo
ningunean. Es inútil que Ninguno hable, publique libros, pinte cuadros,
se ponga de cabeza. Ninguno es la ausencia de nuestras miradas, la
pausa de nuestra conversación, la reticencia de nuestro silencio. Es el
nombre que olvidamos siem-pre por una extraña fatalidad, el eterno
ausente, el invitado que no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una
omisión. Y sin embargo, Ninguno está presente siempre. Es nuestro
secreto, nuestro crimen y nuestro remordimiento. Por eso el Ninguneador
también se ningunea; él es la omisión de Alguien. Y si todos somos
Ninguno, no existe ninguno de nosotros. El círculo se cierra y la
sombra de Ninguno se extiende sobre México, asfixia al Gesticulador, y
lo cubre todo. En nuestro territorio, más fuerte que las pirámides y
los sacrificios, que las iglesias, los motines y los cantos populares,
vuelve a imperar el silencio, anterior a la Historia. |
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